miércoles, 4 de diciembre de 2019

Tierra bajo mis uñas



En mi paseo por la Gran Manzana, diviso en la esquina a ese regio trasatlántico,
centenario, colmado de más historias que su apilada acústica de ladrillos y piedras.
Nacido de sueños, nacido del océano, nacido de luna de miel, nacido del puro amor,
allí se recrea el cuerpo y alma de esas caricias que dejan los ricos colores orquestales.


Ahora estoy adentro y respiro una atmósfera de calma, el caos lo he dejado en la calle
y en una ilusión pueril me parece estar en un ilícito fragmento de la historia.
Ahora estoy arriba del escenario donde olvido qué tan lejos está mi casa materna,
pero me he traído en las valijas los “tics” vocálicos más hermosos de sus risas.



En este vehemente sueño puedo lidiar con eso y dejar de pensar en lo que dejamos 
ausentaré lo malo para evocar y añorar mi olor a tierra con el recuerdo hecho música.
Desprevenida, me abordan sincopadas y rítmicas olas de sentimientos que van y vienen
conectándome a las emociones de la imaginación, que son lo que me hacen humano.




Ahora estoy aquí en la sala de conciertos como un regalo que la vida obsequia a pocos;
entre el suntuoso amueblado y decorado, que parece trivial se esconden significados,
rebotan de las paredes, pisos flotantes, techos colgados, los ecos de herencia musical:
Sergéi Rajmanino, Vladimir Horowitz, Isaac Ster, Walter Damsosch, Doral Parelman…



Mis ojos no existen, mi boca no existe, mis oídos no existen, que me quedé sin voz…
Soy etérea, aquí en el lugar que escapo soy feliz y nadie puede hacerme daño.
Habitan las butacas al frente, vacías como un ensayo de luz que me consiente la vida.
Los atriles sin partituras, las sillas sin músicos, los instrumentos con solo el alma
y noto mi suave voz… allá, delante de mí… y mi saliva, que es etérea, la siento rodar.


En el éxtasis transportado llevo mi piano al fondo del patio familiar y los oigo libres;
observo mis manos y descubro abrazada, debajo de mis uñas, la tierra que añoro.
Me acerco al piano con el alma libre y confieso que junto a él soy una amante feliz.
Sentada, mientras tecleo, veo debajo de mis uñas la tierra de aquella llanura que amo.



Mientras las melodías vuelan y se hacen sueños, veo en mis uñas la nevisca que amo.
El recorrido de mis manos parece infinito y veo en mis uñas las aguas azules que amo.
Escapo en el mariposeo de mis dedos que me muestran el cerro Ávila que siempre amé.
Sin otro auxilio que mi instrumento improviso un ritmo sin alardes de mi pena historia
la última nota del “Himno más bello del mundo” colma cada rincón del Carnegie Hall.


Abro los ojos para encontrar que no es un sueño; el golpeo de cuerdas voló con miles
pues el aplauso y vitoreo de la audiencia que se levanta de sus butacas me despierta,
y en una ceguera emocional contemplo impecables mis manos de pianista,
y siento mi arrugado y exiliado corazón huérfano de tierra aquí en Manhattan.




Gabriela Montero pianista, compositora y arreglista venezolana, 
destacada por sus improvisaciones al ritmo del piano de melodías populares y clásicas.

El 30 de julio de 2019, Gabriela hizo magia en el majestuoso escenario del 
Carnegie Hall de Nueva York, en el que desde 1960 no se presentaba 
una mujer con su propio concierto.


Todas las imágenes usadas en esta entrada fueron tomadas de la web


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