miércoles, 27 de julio de 2011

Experiencia de la locura

Despunta el cielo en la sanguínea anchura
amansadas circulan las capilares nubes
cuando en el dejado ocaso yace tu mirar
reflejando una eglantina en medio de tus ojos
y nada se resiste al imperio de ese embrujo
hasta los cisnes hipan, tu ya ahogado trinar.
El primer haz que ingresa a tu naciente resguardo
trae un cobrizo calor a tu incorpórea gruta
que alígera su cadencia al monte de las musas
pues, sumido entre alienadas pinceladas
dentro de un himno alegórico, te deja surcar
en el piélago que danza hacia el país del amor.
Me aproximo a la yacija desertando del Parnaso;
dibujo los latieres de mi astringente realidad,
te veo y suspiro al desmantelar los sueños
que jamás gozaremos de la tierra sagrada,
deliro que despiertas y disimulo con el humo
de la lenitiva infusión que sangra vestigios imborrables.
Elíseo, ¡por favor!, no te veles en este hierático día,
suplico, mientras ella naufraga y escondida me mira,
incrédula, frágil, abastecida de una gracia sublime,
observo a la luz su flamante arcoíris
trayendo los biológicos matices del regocijo
de una mujer, de una madre, de un universo.
Cuando el fatigado sol abandona el hemisferio visible,
sin ayes y esperando regresar mañana,
esa moza aún continúa zurciéndome el pellejo
en medio de su nicho sereno la contemplo,
proveyéndome la merengada vitamínica
con tan sólo su licuada taciturna sonrisa.
Cuando en definitiva entre la pura noche
me encontraré abrigado en un ósculo negro
para soñar, a hurtadillas, como dos chicuelos rebeldes
yendo al vidriado tálamo de la playa
para dormir junto a las olas y amanecer de nuevo
desayunándonos en un remoto beso nuestra luna.

domingo, 17 de julio de 2011

Compañera de viaje

Matematicamente no estoy volviéndome más verde
en el enmarañado genoma de la vivencial jungla.
Mi indisoluble compañera me trae de la mano en el viaje
por el pasadizo farmacéutico de las sumas
donde ella compra la mejor medicina:
las pastillas para mi acercada decadencia,
vitaminas para enfocar la entrada de los años.
Avanzo segundo a segundo en el gasto genético
en la secuencial cartografía del código de la existencia.
Hombro a hombro está ella a mi lado haciendo de ente
multiplicando los expedíos que he de consumir
donde ella es ración cardinal de ese lumínico alimento
¡Panes para mi desaliento!, ¿dices?
Ingredientes básicos para mi provecto mundo.
No es que pretenda debilitar el cuerpo y los inquietos placeres,
es que la hereditaria cacería ha sido ferozmente persistente
¡pero tú!, amada, la has retardado en esta susceptible fracción
al dividir lo espacial y lo temporal en una imprecisa trayectoria
donde tú reverdeces en una gentil alma bondadosa,
savia para mis comatosos blanquecinos huesos,
abono nutriente para la raíz de mi cansado aliento.
No es que retraiga las facultades del último período,
es la semilla crecida en el rincón del huerto de la apta vejez
que hace que el resto de las edades siempre sobren.
Se me escapa el camino inverso de la juventud,
pues el óxido arrellanado me ha hostigado en parte de la vida
y en el umbral de la senectud sólo estás tú, corazón,
mistérica aureola de la iniciación al inmortal amor.
Siempre serás mi lago mágico bañado en crisálidas lunas,
la eternal aurora y el ocaso abrazo de mis feraces días.
No poseo suficiente afectivo para amortizar tu presente,
la bonanza que me has obsequiado sin pedir nada a cambio.
Eres lo que me mantiene en el último suspiro,
compañera de viaje, te confieso en la actual hora
que en ningún tiempo te dejaré de amar.

domingo, 10 de julio de 2011

Las piedras que suena el río

       Permanece atrás rezagada avistando como los seis hombres con una acompasada destreza cargan encima de los  hombros el pesado bulto. Sofía encola el aguado sentimiento en ese barnizado cajón que le empobrece el suspiro. Cruzan el río por una ruta estrecha que es protegido desde la orilla por un batallón de álamos negros. De repente, nota la rauda sombra de su hijo doblar adelante en una curva pronunciada que describe el recorrido del camino; sospecha que es una alucinación del viento, siente que es el frío clima que la incita a desvariar. Luego de vencer sus espejismos…, continúa fija en ese ejército de hombres que no desafinan en su andar y se mimetizan en oscuras marionetas de madera.
       Ella no exhibe su compungido rostro, lo abriga en un afligido velo y, parsimoniosa y desapercibida, recorre como una ofuscación la terrosa travesía junto a la sucesión de personas que caminan de modo solemne y ordenada. Sofía entra en el inequívoco paréntesis de su devenir, sofocada por imperecederas emociones en la que señorea la súbita melancolía y lo peor es que no le es permitido consumir esa tristeza con nadie. Los residentes del pueblo de Finis la aprecian y la quieren por siempre a esa carita que busca ser prófuga de cualquier mirada; atiborrada de pecas, con esos lentes de maestra, le preñan de inocencia y sencillez ¡pero nunca ha sido una mujer apocada!, ya que posee una formidable personalidad. Usualmente, Sofía domina el escenario de forma natural; cada vez que pronuncia palabra, la mayoría la escucha no importando el momento.
         El recuerdo..., al recuerdo se le puede engañar con una falsa impresión, se le puede ahuyentar por un rato del caserío de la mente, se puede hacerlo a un lado por un espacio muy breve, pero su eviterna presencia residirá allí, no importa el tiempo ni el espacio en que te encuentres…, aunque deambule por doquier como fantasma que languidece con nuestra propia sombra. Tantos años de alegría que la vida le otorgó, que desde unos días para acá no ha sabido cómo revertir lo marchito que ha aparecido sobre su piel, pues está segura de retornar y reconocer la locura, no importándole el precio a pagar. Ahora la memoria golpetea constantemente como torrentes de olas sobres las piedras que suena el río. Definitivamente no se pueden falsear las componendas de la existencia; su pueblo, Finis, desde que se marchitó no es el mismo para ella, pues su ilustración ha cambiado para siempre.
       Sofía deambula por el medio del hosco sendero y, sin avisar al ambiente, principia a verter el desconsuelo como si los folios de su mustio libro se desprendieran insumisos. Sin percatarse de que se aparta de Finis, remonta la colina más alta de las afueras del pueblo y llega hasta la ermita. Los hombres, con sumo cuidado, sitúan la urna en la impasible fosa y Sofía, en una exhalación, presta atención a su demacrado hijo recostado a un menguado y agrietado álamo, que sobre un pañuelo desboca tempestades de llanto.
       Lentamente cubren de tierra el hoyo, mientras los concurrentes, al pasar, le arrojan una manoseada flor y se van retirando del lugar. Sofía experimenta una sensación de que conoce esta fecha y que en el presente se repite lo que había borrado de su calendario lunas atrás. Comprende que ¡jamás lo hizo!; indestructiblemente estuvo mintiendo en el olvido como un escritor que desanda entre tantas historias saturninas. Mientras en un sudario de presencias palpa suavemente la capilla, pormenoriza la distancia con sus desorientados ojos y reverencia muy en lo hondo a la brisa que adula la puesta del sol. Sofía, a la distancia, clava sus cuencas en la desolación de su hijo y despierta la retentiva para vociferar al mundo: “¡Jamás en la eternidad lograré olvidarte..., hijo mío!”, entretanto manosea la inscripción en la lápida: “Te queremos, Sofía. El pueblo de Finis”.




viernes, 1 de julio de 2011

El baile de las máscaras

Sin rumbo vagamos luego de escapar de la licenciosa fiesta de Baco
y la Luna detenida nos alumbra con la preñada leche de la noche.
En esa ebriedad, descalzos, paseamos por la ribera en el romper del oleaje,
nuestros pies se embarran de sal y arena para liberar la atrapada locura.
Nacen ráfagas de lluvia y el mar se embravece entre truenos y relámpagos,
y escapamos para refugiarnos en el lecho que obsequia el afrutado del vino.
… Luego de mimar ardientemente cada uno de tus húmedos crepúsculos,
el notorio encendido abraza por completo el cielo de nuestro paradero
y luego de besar el cenit libertando la extrema fogosidad de los amantes,
lentamente, en el horizonte, llega el ocaso de mi áspero aliento extenuado
y tropiezo tu resuello en la almohada para contemplarte como un niño
que como un feto se contrae en la vehemencia de la eterna inocencia.
En una perspectiva difusa y sonrosada de la fresca aspiración mañanera,
despierto con los primeros roces de la aurora yendo al encuentro del orto
para emprender el seductor día cosechando el silbido de las promesas
abrigadas entre rugosos caminos de lienzos de los inertes flagelos
que cunden su peculiar hedor transparente pulverizado en los rincones
de cada pared, donde duerme el éxtasis de la celebración desenfrenada.
Es el umbral del origen, es la carne junto al pecado
que se reconocen ante la luz tempranera que riega el circular horizonte
delante de un oscuro y amargo café que se delata en una humeante estela
que baña en una cremosa melaza tus finas células protectoras de melanina
y así imagino amaneceres improvisados en un futuro de vicios ocultos
acompañados por gentiles ventanales, que guardan los secretos a voces
y manosean como un fetichista adulador en lo privado… 
¡tu cepillo de dientes!…, junto al mío.


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