jueves, 25 de julio de 2024

El Calvario

Sudo como un cochino en una fundición de hierro; goteo rumbo al matadero con una etiqueta impresa para que el público me identifique: “Hecho el 22 de abril de 2014”.

    Un grupo de música entona canciones religiosas y asomo la cabeza a la pequeña ventana para recrearme con uno de los pocos momentos que me animan, al ver la interacción humana. En un acto consciente y deliberado, espío a las chicas que andan de la mano con sus parejas; abuelas trayéndoles dulces de ilusión a sus nietos y madres junto a sus hijos y amigos, almorzando debajo del gigante árbol de oliva. Es como un compartir en el que todos traen su cargamento de comida recien elaborada, con ese condimento y único que es el amor... Y, en un parpadear, el paisaje es desolador; por un instante fijo la atención en un punto de un grafiti de una de las cementadas paredes del fondo: "Cristo vive y viene pronto a buscar la iglesia".

Desde esta ventana del vecindario, pasan incontables cosas que uno descubre hasta lo que no se quiere dejar ver. Asomado en ese hueco de 40 por 40 centímetros comienzo a disfrutar del fin de semana. Por la puerta trasera advierto entrar prostitutas al recinto… Creen que nadie se percata de ese agujero de lujo que tienen los jerarcas mafiosos de la zona. A través de la abertura, distingo a la distancia las cercas con alambres de púas oxidadas, en las que cuelgan cualquier cosa. Desde aquí, el monte se nota ajado y triste por la perenne miseria a su alrededor, tanto es que las aves negras se posan a varias calles, y muy alto, en los cables de electricidad huyendo de la desdicha, los edificios ya habitan desconchados y observo gente privilegiada haciendo vida empresarial o de familia allá arriba en las azoteas.

Jamás imaginé experimentar estas duras condiciones, no obstante saber que Suramérica es una caja de sorpresas; pero, sin darme cuenta, me encontré enredado y terminé en esta inexplicable situación. Mis pesadillas son revoltosas en estos días, van y vienen, se entrecortan y se mezclan asumiendo voluntad propia…, disfrutan tanto del poder que hasta aun despierto me cuesta soñar bonito con lo más que amo: mi familia.

Estoy trabajando porque para sobrevivir hay que laburar. Ya estoy en mi humilde oficina, decorada con mis libritos y mis cuadros de pintura a medio terminar. Coloco los papeles sobre el disonante e inestable escritorio como si fuese el director de la institución. Tengo suerte de tener una destruida silla adherida al carcomido piso. Me cobijan las paredes atestadas de troneras. A mi espalda, ventila la única y pequeña ventana sin batientes que está más alta de lo normal, pero alberga seguridad con sus varillas verticales; miro al frente de la entrada esperando que la primera persona descorra la colorida cortina de plástico que actúa de puerta, para ofrecer privacidad a los clientes y a mi estatus de abogado.

Me ajusto los desgastados anteojos y, con un atuendo que hiede a miedo, se presenta ante mí un estudiante con apenas 17 años al que le pretenden deconstruir su condición natural de irreverente y rebelde, y le aseguro que no se preocupe, que cuando se percaten de su edad su problema estará solucionado… Y con su voz, de sacudidas breves y continuas, me deja boquiabierto al señalar que ha acudido hoy a mi despacho para implorar ayuda porque está en un limbo judicial desde hace un año.

Voy caso por caso e intento dedicarle a cada uno su necesario tiempo, pero son un sinnúmero. Me acaricio la exigua barba y relamo los bigotes mientras, abstraído, echo un vistazo a través de la ventana que acoge al inclemente sol que duerme sobre sus rendijas.

Sonrío en el sigilo, porque luego, durante años de profesarme ser un hombre de mundo, heme aquí, instalado en el sur de lo más recóndito del Caribe, donde el infame calor funde en temperaturas extremas mi muy ya cargado pensar.

Mientras reflexiono, intento tomar agua y me regodeo en un pocillo sucio y desdentado con un maloliente y turbio líquido en el fondo…, pero, “para adentro, que eso es lo que hay”. Procuro asimilar el caso judicial de este periodista que hace un minuto acabo de atender; que su delito es haber escrito un artículo en un diario de circulación nacional acerca de una problemática de unos alimentos putrefactos en el país, y haber enfrentado eso a una realidad consciente y cotidiana de la calle.

Voy causa tras causa y siento que no logro avanzar, pero mi consuelo es que al menos ejerzo lo que amo y para lo que nací…, poner en alta voz la ley… y cada vez que el carnicero feroz se aproxima a mi puerta, vuelco la mirada sobre el polvoriento e improvisado escritorio porque allí reposan un montón de documentos de los cuales depende un gentío aquí, en el infierno de San Francisco.

Ya pasa el mediodía, y por las rendijas verticales entra el impetuoso rayo de sol e imagino cómo derrite a la multitud que se encuentra allá afuera bañándose en su propio barro y en su propia orina para mantenerse frescos. El azaroso ruido de la fila de muchachos que esperan asistencia legal me invita a tocar tierra al menos por hoy; ya estoy finalizando mi labor.

… Mientras continúo con la atención al público, resoplo como un ventilador; estaba transpirando como aquel que regresa de una profunda y desalmada pesadilla, pero tenía los ojos y los oídos bien abiertos presentados a la desvirtuada realidad. Gracias a mi buena estatura puedo gozar el asomarme sin esfuerzo por la pequeña ventana esperando a que alguien venga y traiga la desafortunada información de que todo salió mal, y que a mi esposa y a mis dos hijos los retuvieron…

Ya permanecen tres jóvenes en la fila y les indico con señas en mi mano que me den un minuto y, de nuevo, con mi ritmo cardíaco acelerado, me arrimo a la ventana, que cada vez la noto más alta, y apenas alcanzo a visualizar a la distancia la cancha de básquet y, como es costumbre, allí se encuentra un grupo de mortales como en un world gym haciendo ejercicios a manera de escarmiento bajo el inclemente sol. Se escucha el golpeteo de sus roídos zapatos contra el tartán, voces de consignas a la testosterona para darse ánimo… “Somos hombres nuevos”.

Pido que pase el siguiente cliente y, al aproximarse, lo observo transpirando gran cantidad de líquido y, para mi sorpresa, es una reunión entre colegas, pues el señor, de unos 46 años, muy flaco y circunspecto con sus anteojos, también es abogado y, sin desaprovechar mi tiempo, me relata: “Nunca podré borrar de la memoria esa madrugada del 22 de abril… Mi vida cambió al amanecer después de que Ignacio, el vecino que vivía a media cuadra, me llamó muy alterado, por celular, para que lo ayudará a él y a un grupo de estudiantes que peligrosamente pretendía detener la policía en un vergonzoso procedimiento judicial, sin argumentos válidos de ley. Y acudí sin pensar, pues, como jurista y representante de una ONG de derechos humanos, sentía que era mi obligación… Ese sentimiento y deber me ha costado cerca de cuatro años de una pesadilla judicial, de libertad, de salud y de tener a la familia en un estado de separación”.

Luego de aspirar el privilegio de un pensamiento libre y solitario; y dejar que los hilos de sol apalearan mi frente, vuelvo al precario escritorio sostenido por unos ladrillos a los lados y una hoja de zinc que funge de tablón. Llega un joven alterado y no sé por qué razón me amenaza, pero yo ni soy cinta negra ni persona de combate cuerpo a cuerpo; lo mío es la mente, moverme en el ring de las ideas y la ley. Gracias a Dios, los presentes que aún estaban allí lo enfrentaron y le enseñaron los dientes; que, si algo le ocurría al doctor, él era hombre muerto. Se calmó y se retiró convencido del poder de las palabras de aquellos tres habituales parroquianos.

Hoy es un nuevo día para comenzar a trabajar, pero no voy a negar que pasé una noche turbulenta porque no es nada agradable que te amenacen en el infierno. Presto atención a mi austera oficina y ya tengo algunos clientes esperando detrás de esa cortina de plástico que funciona como puerta para la privacidad. Algunos vienen a que les redacte un documento; unos, con asesorías legales, y otros, que simplemente pretenden que les resuelva el futuro con una respuesta mágica… De pronto, al marcar el reloj las 8:00 am en punto, se movió sigilosamente la cortina y me levanté a recibir al primer cliente… y, al sonar el descorrer, en un grito y confusión, mis ojos se desorbitan al identificar al amenazador hombre de ayer, que se me abalanza con un enorme cuchillo…

840 kilómetros

Entre capas de sudor y alaridos, despierto aterrado y salgo disparado del mueble revisándome por todos lados para cerciorarme de que ese muchacho no me había apuñalado… Arrodillado, lloro con los sentimientos más negativos de esa angustiosa pesadilla que no permite que alguien me consuele; en consecuencia, mi familia vive fuera de mi dimensión y a la que intentan, sin razón, apartar de mi realidad.

Sentado en la sala procuro lidiar con la situación; me regodeo con mis cositas que son las de mi familia. Me como las uñas al pensar en mis pobres niños; cómo los llevo pasando trabajo durante años, a costa de haber ayudado a otros… Y no me arrepiento, aunque el precio ha sido muy alto, pero algún día mis hijos entenderán.

Me cuesta dormir en la habitación donde hay una cama cómoda, limpia y solitaria. Me levanto del mueble y voy hacia la ventana; si, es una ventana normal para un ser humano, donde descorro la cortina de tela que mi venerada esposa diseñó con sus preciadas y suaves manos… En una calma Divina, percibo el cielo de la noche caraqueña que en estos tiempos es extraño en la zona de Chacao.

Mi familia tiene una semana de haberse ido muy lejos, a salvo de que la persiga la injusticia. Termino de afeitarme la escasa barba y el bigote y, realizando un esfuerzo, corto gran parte del canoso cabello y ahora guardo los anteojos que no harán el viaje. Me voy al mueble con una taza de café recolado como cuatro veces porque la escasez es parte del momento histórico en el que vivimos. Esta es la hora crucial para no desperdiciar la oportunidad de que el que llega tarde de laburar ya ha llegado, o el que se levanta temprano aún tiene las sábanas pegadas.

No es como uno lo ve en las películas de Netflix; las medidas de fuerza que puede aplicar un gobierno no suceden en la realidad como lo venden o como uno luego lo fantasea. A pesar del desaliento que a veces pueda vivir, tengo la convicción de que todo va a salir bien, no hay improvisación, esto fue planificado hace más de seis meses, no hay información suelta de los detalles de por dónde cruzaré ni a qué hora, ni en qué vehículo. Recuerdo cuando jugamos a descubrir los puntos ciegos de las cámaras de Chacao… La documentación correcta y algo importante de que los guardaespaldas, gracias a Dios o a la economía, fueron retirados. Estoy que entro en crisis, avanza la noche, pero tengo varios meses sin dormir fuera de una pesadilla y hoy, que necesito estar despabilado…, me voy desmayando en el sueño.

…En un bostezo, escucho el golpeteo a la puerta de mi apartamento; me levanto veloz especulando que se hizo tarde al quedarme dormido, abro y el hombre X me saluda; emocionado, lo abrazo deseándome suerte a mí mismo, él se ríe, tal vez, por mi nuevo aspecto, y afirma que todo va a salir bien, que no desespere, puesto que cada paso está calculado.

Con una gorra vinotinto y una pequeña maleta, nos montamos en la camioneta roja y prometo no voltear hacia atrás hasta cumplir el objetivo, y partimos de cero kilómetros esa madrugada para dejar el municipio de Chacao. Le confieso que siento culpa de haberles dejado bien aceitadas las bisagras de la reja del edificio a los vecinos; por consiguiente, si entra un maleante, que es muy probable, ni cuenta van a darse… y el hombre X tiene intacto su salero caribeño y se carcajea.

Soy un representante de la ley, me siento orgulloso de serlo y poner mis conocimientos al servicio del que los necesita. Tener un abogado en la familia es un sentimiento de satisfacción para mis padres… Kilómetro 55: venimos contando anécdotas de los jugadores de Boca… y, de pronto, como es usual en lo ancho y largo del país, una garita de los cuerpos de seguridad del Estado está mandando a la gente a bajar de los vehículos y, con toda la inocencia que me rodea, sudo, tiemblo, y me veo torturado y alejado para siempre de mi familia.

Unos cuantos kilómetros más adelante, el muy jocoso y desgraciado hombre X me indica: “Mejor nos paramos a comer algo y tomar café, y así aprovechas para ir al baño a limpiarte la cagada que te echaste, jajaja…”. Ya en el restaurante de carretera, mientras mastico algo, percibo a unos señores jugando ajedrez y descarrío los cercanos recuerdos con los compañeros de juerga…

…De vez en cuando, al terminar de laburar me distraía con ese juego de mesa con mi compañero que estudiaba Comunicación Social; jugadas tácticas que me hacían parecer un intelectual, cosa que no costaba mucho por mi apariencia física.

Cada movimiento era de alto riesgo; en consecuencia, el que perdía tardaría en volver a jugar, ya que solo había un tablero de ajedrez y, bueno, cada uno tenía sus partidarios… Ese futuro periodista era duro de roer, lo apoyaba Franchesco, el arquitecto; Julio, el politólogo; Danilo, el jugador de béisbol universitario…, y yo tenía lo mío y a los míos… Robert, el piloto de una aerolínea; José, el de la cantina del colegio; Marcos, un líder sindical. Eso era susurros y susurros como lo amerita esta silenciosa competencia…, aunque no faltaba el escandaloso oriental o el descompuesto del maracucho.

Ya íbamos en cuenta regresiva y, en un absurdo, el progreso de las horas se hacía lento, a pesar de que mi acompañante se inventaba las mil maneras de que yo viajara cómodo y mentalmente tranquilo; la mejor música, un café de termo, una barra de chocolate, una amena charla…; aprecié su esfuerzo, que era en vano, porque mi mente andaba por los senderos de la locura.

Kilómetros atrás pasé cerca de la casa de mi suegro, y me sentí tentado a forzar una parada y explicarle que todo estaba bien, pero ganó la precaución: lo mejor era seguir de largo porque la vida a veces te enseña que un sacrificio vale la pena, para más adelante compartir la recompensa.

Este fin de semana los muchachos me van a extrañar en el campo, pues me toca dictar la clase de futbol. Una de las cosas que intentaba inculcar en el grupo antes de cada entrenamiento era que hay leyes y reglas en el juego de la vida, y que hay que practicarlas y nunca abandonarlas en el silencio cuando seamos testigos de una injusticia en el terreno de juego. Así que debemos aprender a defender nuestros derechos con el árbitro porque si no perderemos la dignidad y nunca ese valor natural debe ser negociado, aunque nos cueste una derrota que no significa que sea el fin del campeonato.

Este viaje me abstrae a esos ya lejanos diez meses que residí en lo más profundo de la perturbación angustiosa de un riesgo real; no es que en estos años haya escapado definitivamente de las calles donde te persigue el verdugo, pero se abrió una rendija a la esperanza y, la estoy aprovechando, y en un suspiro de optimismo me viene a la mente mi amiga, la capitana Laided Salazar, deseándole que esté bien donde se encuentre.

Lo que aconteció en esa comunidad fue una casualidad; alguien pasó y, en los azares de la vida, me preguntó algo sobre un tema jurídico. Se corrió la voz de mis opciones al problema presentado y al otro día vinieron dos sujetos a consultarme ya que necesitaban un escrito para los tribunales; y al siguiente día vinieron otros más y hasta que por fin, de una manera natural, surgió la idea de convertirme en asesor legal.

La colectividad comprendía la situación por la que estaba pasando injustamente, pero por suerte llegué a esa oficina (lo de suerte es entre comillas); luego, para poder pagar esa oficina y mis cuentas a los acreedores, que nunca les debí nada, debí trabajar ahí, pero así es la vida, una circunstancia que trajo deudas quitándome la facultad de obrar a voluntad, pero al menos podía respirar.

Este es un viaje largo por las destruidas autopistas de Venezuela; la nostalgia me invade, pues mis muchachitos aparecen en mi mente como una centella, remembranzas de los viajes con mis hijos, salir a pasear con ellos, meternos en una plaza a patear una pelota; el hecho de que me pasaran el balón y devolvérselos colmaba mi mundo. Al pasar por cada ciudad traigo en una postal los sitios que había conocido junto a mi familia, e intentaba recoger las lágrimas porque no podía creer que lo que estaba sucediendo ¿era innegable y era real?, me preguntaba, y luego salía de esa ciudad para esperar la próxima.

Más de 400 kilómetros y la poca comida que he probado en los lugares del camino, han hecho olvidar por un momento los alimentos descompuestos e inundados de gusanos con los que tuve que alimentarme que, a veces, se los daba a los gatos y hasta ellos los rechazaban. La comida de carretera me ha sabido a la gloria de Dios; cómo extrañaba la sazón de mi gente, mirarlos a la cara y, a pesar de sus inseparables desdichas, cautivar en sus pupilas ese brillo de que hay un mañana más bonito.

Mi entendimiento solo especula y tengo desconfianza de dormir, pues vienen por mí los turbulentos sueños que ocupan la ley vestida de espanto. El vecino del barrio buscándome en la madrugada para solicitar mis buenos oficios; un montón de policías malencarados allanando el lugar; estudiantes entre el gimoteo implorando auxilio… En un pestañear, el carnicero me coloca las esposas y, como ciudadano, protesté y, siendo sabedor de la ley, no pude impartir la lección que tiene un individuo de pensamiento libre… Con un brusco empujón del hombre X desperté envuelto en capas del sudor.

Paramos para estirar las piernas y, luego de estar un buen rato en un establecimiento de esos donde cenan y toman café los viajeros más audaces del país, “los camioneros”, decidimos proseguir el largo viaje y cuando estamos a punto de montarnos en el vehículo nos llama, a repetidos gritos, un hombre grande y barrigón… El arroz, las tajadas, las caraotas, la carne mechada y el café con leche casi regurgitan de mi boca, y el intimidante sujeto se nos acerca para devolvernos la gorra color vinotinto que se nos había olvidado en la mesa del lugar.

Recostado en el asiento del aprensivo copiloto, el cerebro relata cómo había planificado durante meses y en secreto este día, ya que solo se necesitaba un pelo de sospecha de una malvada cara desconocida para que todo saliera mal. Ya van más de 600 kilómetros; ellos no me dejaron opción, y lo repetiría 1.426 veces si fuese necesario, no podía perecer entre paredes e imaginarme cómo mis retoños penan por hambre y amor. Rezo por mis amigos y les agradezco por su colaboración, y también rezo hasta por aquellos que, sin saberlo, cooperaron.

Me hago la ilusión con Buenos Aires y que en menos de 5 días esté desayunando facturas con dulce de leche. Será una lejanía de más de 7.300 kilómetros… ¿Estará aún ahí esa Argentina que abandoné?, o ¿estará mejor? Ahora intento cruzar el país para distanciar, lo más que pueda, lo que me persigue sin tregua ni reposo, aunque eso signifique renunciar a los que amo. Con un nudo en la garganta pienso en mis ancianos padres, pero lo mejor es que por ahora no sepan de mí.

Donde yo viví diez meses tuve suerte de tener un empleo atribulado; una clase extraña de laburo en el que ejercía de dizque abogado. Allí, en esa institución había normas y reglas donde todos los días el espanto te consumía un pedazo de carne. Solo por cerrar los ojos y dormir debías pagar; alguien decretaba si era tu último día o qué castigo ibas a recibir dependiendo del juicio interno. Llega el momento cuando uno mismo no se reconoce y tiene que ingeniar algo para no olvidarse de sí.

Me quedé dormido… y, de repente, en un episodio de terror aparece el muchacho aquel con el monstruoso cuchillo abalanzándoseme y, en el pánico nocturno, despierto con alaridos y movimientos bruscos. Junto las manos y le ruego a Dios la salvación ante los sanguinarios hombres.

El hombre X continúa conversando y me pone en alerta sobre lo cerca que estamos del punto de la victoria, ya van 800 kilómetros. La ansiedad ataca porque al fin voy a poder correr hasta la frontera; próximos a las13 horas hasta San Antonio, que hace muchas horas desde mi domicilio parecía una fantasía tan lejana, pero voy a escapar a través de esa línea invisible en la que no hay un limbo de juicio, ni sentencia. Allí cobraré los casi 4 años, los 1.426 días, las 40 postergaciones… donde le voy a agradecer varias veces al suicidio de no aceptarme en su historia. Todavía no voy a voltear hacia atrás, hasta que alcance esa franja mágica en la que danza la libertad y rompe mis cadenas.

Adiós al carnicero

Ya se cumplieron más de 840 kilómetros de travesía. Se me escapa el alma al contemplar el Puente Internacional Simón Bolívar, en Táchira, ese lugar por el que millones de buenas personas, con una maleta de ilusiones, han cruzado hacia el país vecino. Ya se consigue notar la aglomeración de gente y debo abandonar el vehículo para seguir a pie yo solo. Las piernas no me quieren obedecer, el tiempo se detiene, el estómago me cruje, y con la ayuda del hombre X logro lentamente avanzar con mi pequeño equipaje y la mirada penetrante hacia la frontera de Colombia.

En tanto camino para alejar el pánico porque alguien me reconozca, no obstante mi considerable cambio físico, sin lentes, sin barba, sin bigotes y faltándole 35 kilos a mi cuerpo…, dejo que la imaginación se regodee entre los pensamientos… Voy a crear un testimonio real con la credencial de la verdad, voy a ser mi propio juez y fiscal, la autoridad que me dé la liberación, voy a empoderar a mis pies a desconocer al régimen carnicero que intentó arrebatarme por siempre el respirar.

En ese cruce de la vida, en una distracción mental, escucho a la distancia al hombre X rezando por mí; todo va en cámara lenta y cada segundo es intenso. Siento que floto mientras los demás caminan muy pesados. Me parece imposible que vaya a lograrlo, debo controlarme… Ya queda a mi vista un solo militar venezolano para poder cruzar.

Por mi cabeza pasa cualquier locura de una película rodada en Hollywood; restan 10 metros para dejar de ser aleatorio y el guardia gira la mirada inquisidora hacia mí y transpiro, pero sus ojos de oscuridad se ocupan de hablar con su compañero y me percato de que yo era un fantasma. Cuando veo que cambian los carteles, los colores de las indicaciones, le pregunto con voz entrecortada a una señora que está a mi lado que, si estamos en Colombia y confirma que sí, trago saliva y la abrazo llorando.

El funcionario de migración me pide los documentos y expresa: "Bienvenido a Colombia". No consigo creerlo, ya no soy un fugitivo domiciliario, es una sacudida que no tiene igual. Hago una pausa de miedo, pero detallo un cartel: “Policía de Colombia”, ahora si volteo a mirar con ojos de amor a Venezuela y le prometo que donde me encuentre seguiré alzando la voz por su libertad.

Ahora, sintiéndome seguro y librado del carnicero, doy la vuelta acompañada de un largo suspiro, me quito la gorra que me ha acompañado durante el viaje y huelo dentro de ella ese sudor del miedo que logre conquistar y, con las piernas tembleques, avanzo. Con un nudo en la garganta y el pecho galopando, pude avistar a mi familia que me esperaba, y reconocí a mi esposa y a mi hijo mayor cargando al hombro su única mochila de herencia, mientras mi nene más pequeño juega inocentemente con sus peluches.

 


Marcelo Crovato, abogado y escritor, 

recluido durante 10 meses en la cárcel común de Yare III,
luego fue sentenciado a casa por cárcel en el municipio Chacao en Caracas

Detenido el 22 de abril de 2014, mientras prestaba servicios como abogado en un domicilio de la capital venezolana. 
Se dio a la fuga por la frontera de Colombia el 17 de marzo de 2018
Premio Andrei Sajarov 2017  y Bassil Dacosta 2016
Hoy en día reside junto a su familia en Argentina

"Nunca olvidemos, siempre recordemos que tan fácil es perder la libertad"
Marcelo Crovato



Ficción Histórica
Las imágenes usadas en esta entrada fueron tomadas de la web


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