Sudo como
un cochino en una fundición de hierro; goteo rumbo al matadero con una etiqueta
impresa para que el público me identifique: “Hecho el 22 de abril de 2014”.
Un grupo de música entona canciones religiosas y asomo la cabeza a la pequeña ventana para recrearme con uno de los pocos momentos que me animan, al ver la interacción humana. En un acto consciente y deliberado, espío a las chicas que andan de la mano con sus parejas; abuelas trayéndoles dulces de ilusión a sus nietos y madres junto a sus hijos y amigos, almorzando debajo del gigante árbol de oliva. Es como un compartir en el que todos traen su cargamento de comida recien elaborada, con ese condimento y único que es el amor... Y, en un parpadear, el paisaje es desolador; por un instante fijo la atención en un punto de un grafiti de una de las cementadas paredes del fondo: "Cristo vive y viene pronto a buscar la iglesia".
Desde esta
ventana del vecindario, pasan incontables cosas que uno descubre hasta lo que
no se quiere dejar ver. Asomado en ese hueco de 40 por 40 centímetros comienzo
a disfrutar del fin de semana. Por la puerta trasera advierto entrar
prostitutas al recinto… Creen que nadie se percata de ese agujero de lujo que
tienen los jerarcas mafiosos de la zona. A través
de la abertura, distingo a la distancia las cercas con alambres de púas
oxidadas, en las que cuelgan cualquier cosa. Desde aquí, el monte se nota ajado
y triste por la perenne miseria a su alrededor, tanto es que las aves negras se
posan a varias calles, y muy alto, en los cables de electricidad huyendo de la
desdicha, los edificios ya habitan desconchados y observo gente privilegiada
haciendo vida empresarial o de familia allá arriba en las azoteas.
Jamás
imaginé experimentar estas duras condiciones, no obstante saber que Suramérica
es una caja de sorpresas; pero, sin darme cuenta, me encontré enredado y
terminé en esta inexplicable situación. Mis pesadillas son revoltosas en estos
días, van y vienen, se entrecortan y se mezclan asumiendo voluntad propia…,
disfrutan tanto del poder que hasta aun despierto me cuesta soñar bonito con lo
más que amo: mi familia.
Estoy
trabajando porque para sobrevivir hay que laburar. Ya estoy en mi humilde
oficina, decorada con mis libritos y mis cuadros de pintura a medio terminar.
Coloco los papeles sobre el disonante e inestable escritorio como si fuese el
director de la institución. Tengo suerte de tener una destruida silla adherida
al carcomido piso. Me cobijan las paredes atestadas de troneras. A mi espalda,
ventila la única y pequeña ventana sin batientes que está más alta de lo
normal, pero alberga seguridad con sus varillas verticales; miro al frente de
la entrada esperando que la primera persona descorra la colorida cortina de
plástico que actúa de puerta, para ofrecer privacidad a los clientes y a mi
estatus de abogado.
Me ajusto
los desgastados anteojos y, con un atuendo que hiede a miedo, se presenta ante
mí un estudiante con apenas 17 años al que le pretenden deconstruir su
condición natural de irreverente y rebelde, y le aseguro que no se preocupe,
que cuando se percaten de su edad su problema estará solucionado… Y con su voz,
de sacudidas breves y continuas, me deja boquiabierto al señalar que ha acudido
hoy a mi despacho para implorar ayuda porque está en un limbo judicial desde
hace un año.
Voy caso
por caso e intento dedicarle a cada uno su necesario tiempo, pero son un
sinnúmero. Me acaricio la exigua barba y relamo los bigotes mientras,
abstraído, echo un vistazo a través de la ventana que acoge al inclemente sol
que duerme sobre sus rendijas.
Sonrío en
el sigilo, porque luego, durante años de profesarme ser un hombre de mundo,
heme aquí, instalado en el sur de lo más recóndito del Caribe, donde el infame
calor funde en temperaturas extremas mi muy ya cargado pensar.
Mientras
reflexiono, intento tomar agua y me regodeo en un pocillo sucio y desdentado
con un maloliente y turbio líquido en el fondo…, pero, “para adentro, que eso
es lo que hay”. Procuro asimilar el caso judicial de este periodista que hace
un minuto acabo de atender; que su delito es haber escrito un artículo en un
diario de circulación nacional acerca de una problemática de unos alimentos
putrefactos en el país, y haber enfrentado eso a una realidad consciente y
cotidiana de la calle.
Voy causa
tras causa y siento que no logro avanzar, pero mi consuelo es que al menos
ejerzo lo que amo y para lo que nací…, poner en alta voz la ley… y cada vez que
el carnicero feroz se aproxima a mi puerta, vuelco la mirada sobre el
polvoriento e improvisado escritorio porque allí reposan un montón de
documentos de los cuales depende un gentío aquí, en el infierno de San
Francisco.
Ya pasa el
mediodía, y por las rendijas verticales entra el impetuoso rayo de sol e
imagino cómo derrite a la multitud que se encuentra allá afuera bañándose en su
propio barro y en su propia orina para mantenerse frescos. El azaroso ruido de
la fila de muchachos que esperan asistencia legal me invita a tocar tierra al
menos por hoy; ya estoy finalizando mi labor.
… Mientras
continúo con la atención al público, resoplo como un ventilador; estaba
transpirando como aquel que regresa de una profunda y desalmada pesadilla, pero
tenía los ojos y los oídos bien abiertos presentados a la desvirtuada realidad.
Gracias a mi buena estatura puedo gozar el asomarme sin esfuerzo por la pequeña
ventana esperando a que alguien venga y traiga la desafortunada información de
que todo salió mal, y que a mi esposa y a mis dos hijos los retuvieron…
Ya
permanecen tres jóvenes en la fila y les indico con señas en mi mano que me den
un minuto y, de nuevo, con mi ritmo cardíaco acelerado, me arrimo a la ventana,
que cada vez la noto más alta, y apenas alcanzo a visualizar a la distancia la
cancha de básquet y, como es costumbre, allí se encuentra un grupo de mortales
como en un world gym haciendo ejercicios a manera de escarmiento bajo el
inclemente sol. Se escucha el golpeteo de sus roídos zapatos contra el tartán,
voces de consignas a la testosterona para darse ánimo… “Somos hombres nuevos”.
Pido que
pase el siguiente cliente y, al aproximarse, lo observo transpirando gran
cantidad de líquido y, para mi sorpresa, es una reunión entre colegas, pues el
señor, de unos 46 años, muy flaco y circunspecto con sus anteojos, también es
abogado y, sin desaprovechar mi tiempo, me relata: “Nunca podré borrar de la
memoria esa madrugada del 22 de abril… Mi vida cambió al amanecer después de
que Ignacio, el vecino que vivía a media cuadra, me llamó muy alterado, por
celular, para que lo ayudará a él y a un grupo de estudiantes que
peligrosamente pretendía detener la policía en un vergonzoso procedimiento
judicial, sin argumentos válidos de ley. Y acudí sin pensar, pues, como jurista
y representante de una ONG de derechos humanos, sentía que era mi obligación…
Ese sentimiento y deber me ha costado cerca de cuatro años de una pesadilla
judicial, de libertad, de salud y de tener a la familia en un estado de
separación”.
Luego de
aspirar el privilegio de un pensamiento libre y solitario; y dejar que los
hilos de sol apalearan mi frente, vuelvo al precario escritorio sostenido por
unos ladrillos a los lados y una hoja de zinc que funge de tablón. Llega un
joven alterado y no sé por qué razón me amenaza, pero yo ni soy cinta negra ni
persona de combate cuerpo a cuerpo; lo mío es la mente, moverme en el ring de
las ideas y la ley. Gracias a Dios, los presentes que aún estaban allí lo
enfrentaron y le enseñaron los dientes; que, si algo le ocurría al doctor, él
era hombre muerto. Se calmó y se retiró convencido del poder de las palabras de
aquellos tres habituales parroquianos.
Hoy es un
nuevo día para comenzar a trabajar, pero no voy a negar que pasé una noche
turbulenta porque no es nada agradable que te amenacen en el infierno. Presto
atención a mi austera oficina y ya tengo algunos clientes esperando detrás de
esa cortina de plástico que funciona como puerta para la privacidad. Algunos
vienen a que les redacte un documento; unos, con asesorías legales, y otros,
que simplemente pretenden que les resuelva el futuro con una respuesta mágica…
De pronto, al marcar el reloj las 8:00 am en punto, se movió sigilosamente la
cortina y me levanté a recibir al primer cliente… y, al sonar el descorrer, en
un grito y confusión, mis ojos se desorbitan al identificar al amenazador
hombre de ayer, que se me abalanza con un enorme cuchillo…
840
kilómetros
Entre
capas de sudor y alaridos, despierto aterrado y salgo disparado del mueble
revisándome por todos lados para cerciorarme de que ese muchacho no me había
apuñalado… Arrodillado, lloro con los sentimientos más negativos de esa
angustiosa pesadilla que no permite que alguien me consuele; en consecuencia,
mi familia vive fuera de mi dimensión y a la que intentan, sin razón, apartar
de mi realidad.
Sentado en
la sala procuro lidiar con la situación; me regodeo con mis cositas que son las
de mi familia. Me como las uñas al pensar en mis pobres niños; cómo los llevo
pasando trabajo durante años, a costa de haber ayudado a otros… Y no me
arrepiento, aunque el precio ha sido muy alto, pero algún día mis hijos
entenderán.
Me cuesta
dormir en la habitación donde hay una cama cómoda, limpia y solitaria. Me
levanto del mueble y voy hacia la ventana; si, es una ventana normal para un
ser humano, donde descorro la cortina de tela que mi venerada esposa diseñó con
sus preciadas y suaves manos… En una calma Divina, percibo el cielo de la noche
caraqueña que en estos tiempos es extraño en la zona de Chacao.
Mi familia
tiene una semana de haberse ido muy lejos, a salvo de que la persiga la
injusticia. Termino de afeitarme la escasa barba y el bigote y, realizando un
esfuerzo, corto gran parte del canoso cabello y ahora guardo los anteojos que
no harán el viaje. Me voy al mueble con una taza de café recolado como cuatro
veces porque la escasez es parte del momento histórico en el que vivimos. Esta
es la hora crucial para no desperdiciar la oportunidad de que el que llega
tarde de laburar ya ha llegado, o el que se levanta temprano aún tiene las
sábanas pegadas.
No es como
uno lo ve en las películas de Netflix; las medidas de fuerza que puede aplicar
un gobierno no suceden en la realidad como lo venden o como uno luego lo
fantasea. A pesar del desaliento que a veces pueda vivir, tengo la convicción
de que todo va a salir bien, no hay improvisación, esto fue planificado hace
más de seis meses, no hay información suelta de los detalles de por dónde
cruzaré ni a qué hora, ni en qué vehículo. Recuerdo cuando jugamos a descubrir
los puntos ciegos de las cámaras de Chacao… La documentación correcta y algo
importante de que los guardaespaldas, gracias a Dios o a la economía, fueron
retirados. Estoy que entro en crisis, avanza la noche, pero tengo varios meses
sin dormir fuera de una pesadilla y hoy, que necesito estar despabilado…, me
voy desmayando en el sueño.
…En un
bostezo, escucho el golpeteo a la puerta de mi apartamento; me levanto veloz
especulando que se hizo tarde al quedarme dormido, abro y el hombre X me
saluda; emocionado, lo abrazo deseándome suerte a mí mismo, él se ríe, tal vez,
por mi nuevo aspecto, y afirma que todo va a salir bien, que no desespere,
puesto que cada paso está calculado.
Con una
gorra vinotinto y una pequeña maleta, nos montamos en la camioneta roja y
prometo no voltear hacia atrás hasta cumplir el objetivo, y partimos de cero
kilómetros esa madrugada para dejar el municipio de Chacao. Le confieso que
siento culpa de haberles dejado bien aceitadas las bisagras de la reja del
edificio a los vecinos; por consiguiente, si entra un maleante, que es muy
probable, ni cuenta van a darse… y el hombre X tiene intacto su salero caribeño
y se carcajea.
Soy un
representante de la ley, me siento orgulloso de serlo y poner mis conocimientos
al servicio del que los necesita. Tener un abogado en la familia es un
sentimiento de satisfacción para mis padres… Kilómetro 55: venimos contando
anécdotas de los jugadores de Boca… y, de pronto, como es usual en lo ancho y
largo del país, una garita de los cuerpos de seguridad del Estado está mandando
a la gente a bajar de los vehículos y, con toda la inocencia que me rodea,
sudo, tiemblo, y me veo torturado y alejado para siempre de mi familia.
Unos
cuantos kilómetros más adelante, el muy jocoso y desgraciado hombre X me
indica: “Mejor nos paramos a comer algo y tomar café, y así aprovechas para ir
al baño a limpiarte la cagada que te echaste, jajaja…”. Ya en el restaurante de
carretera, mientras mastico algo, percibo a unos señores jugando ajedrez y
descarrío los cercanos recuerdos con los compañeros de juerga…
…De vez en
cuando, al terminar de laburar me distraía con ese juego de mesa con mi
compañero que estudiaba Comunicación Social; jugadas tácticas que me hacían
parecer un intelectual, cosa que no costaba mucho por mi apariencia física.
Cada
movimiento era de alto riesgo; en consecuencia, el que perdía tardaría en
volver a jugar, ya que solo había un tablero de ajedrez y, bueno, cada uno
tenía sus partidarios… Ese futuro periodista era duro de roer, lo apoyaba
Franchesco, el arquitecto; Julio, el politólogo; Danilo, el jugador de béisbol
universitario…, y yo tenía lo mío y a los míos… Robert, el piloto de una
aerolínea; José, el de la cantina del colegio; Marcos, un líder sindical. Eso
era susurros y susurros como lo amerita esta silenciosa competencia…, aunque no
faltaba el escandaloso oriental o el descompuesto del maracucho.
Ya íbamos
en cuenta regresiva y, en un absurdo, el progreso de las horas se hacía lento,
a pesar de que mi acompañante se inventaba las mil maneras de que yo viajara
cómodo y mentalmente tranquilo; la mejor música, un café de termo, una barra de
chocolate, una amena charla…; aprecié su esfuerzo, que era en vano, porque mi
mente andaba por los senderos de la locura.
Kilómetros
atrás pasé cerca de la casa de mi suegro, y me sentí tentado a forzar una
parada y explicarle que todo estaba bien, pero ganó la precaución: lo mejor era
seguir de largo porque la vida a veces te enseña que un sacrificio vale la
pena, para más adelante compartir la recompensa.
Este fin
de semana los muchachos me van a extrañar en el campo, pues me toca dictar la
clase de futbol. Una de las cosas que intentaba inculcar en el grupo antes de
cada entrenamiento era que hay leyes y reglas en el juego de la vida, y que hay
que practicarlas y nunca abandonarlas en el silencio cuando seamos testigos de
una injusticia en el terreno de juego. Así que debemos aprender a defender
nuestros derechos con el árbitro porque si no perderemos la dignidad y nunca
ese valor natural debe ser negociado, aunque nos cueste una derrota que no
significa que sea el fin del campeonato.
Este viaje
me abstrae a esos ya lejanos diez meses que residí en lo más profundo de la
perturbación angustiosa de un riesgo real; no es que en estos años haya
escapado definitivamente de las calles donde te persigue el verdugo, pero se
abrió una rendija a la esperanza y, la estoy aprovechando, y en un suspiro de
optimismo me viene a la mente mi amiga, la capitana Laided Salazar, deseándole
que esté bien donde se encuentre.
Lo que
aconteció en esa comunidad fue una casualidad; alguien pasó y, en los azares de
la vida, me preguntó algo sobre un tema jurídico. Se corrió la voz de mis
opciones al problema presentado y al otro día vinieron dos sujetos a
consultarme ya que necesitaban un escrito para los tribunales; y al siguiente
día vinieron otros más y hasta que por fin, de una manera natural, surgió la
idea de convertirme en asesor legal.
La
colectividad comprendía la situación por la que estaba pasando injustamente,
pero por suerte llegué a esa oficina (lo de suerte es entre comillas); luego,
para poder pagar esa oficina y mis cuentas a los acreedores, que nunca les debí
nada, debí trabajar ahí, pero así es la vida, una circunstancia que trajo
deudas quitándome la facultad de obrar a voluntad, pero al menos podía
respirar.
Este es un
viaje largo por las destruidas autopistas de Venezuela; la nostalgia me invade,
pues mis muchachitos aparecen en mi mente como una centella, remembranzas de
los viajes con mis hijos, salir a pasear con ellos, meternos en una plaza a
patear una pelota; el hecho de que me pasaran el balón y devolvérselos colmaba
mi mundo. Al pasar por cada ciudad traigo en una postal los sitios que había
conocido junto a mi familia, e intentaba recoger las lágrimas porque no podía
creer que lo que estaba sucediendo ¿era innegable y era real?, me preguntaba, y
luego salía de esa ciudad para esperar la próxima.
Más de 400
kilómetros y la poca comida que he probado en los lugares del camino, han hecho
olvidar por un momento los alimentos descompuestos e inundados de gusanos con
los que tuve que alimentarme que, a veces, se los daba a los gatos y hasta
ellos los rechazaban. La comida de carretera me ha sabido a la gloria de Dios;
cómo extrañaba la sazón de mi gente, mirarlos a la cara y, a pesar de sus
inseparables desdichas, cautivar en sus pupilas ese brillo de que hay un mañana
más bonito.
Mi
entendimiento solo especula y tengo desconfianza de dormir, pues vienen por mí
los turbulentos sueños que ocupan la ley vestida de espanto. El vecino del
barrio buscándome en la madrugada para solicitar mis buenos oficios; un montón
de policías malencarados allanando el lugar; estudiantes entre el gimoteo
implorando auxilio… En un pestañear, el carnicero me coloca las esposas y, como
ciudadano, protesté y, siendo sabedor de la ley, no pude impartir la lección
que tiene un individuo de pensamiento libre… Con un brusco empujón del hombre X
desperté envuelto en capas del sudor.
Paramos
para estirar las piernas y, luego de estar un buen rato en un establecimiento
de esos donde cenan y toman café los viajeros más audaces del país, “los
camioneros”, decidimos proseguir el largo viaje y cuando estamos a punto de
montarnos en el vehículo nos llama, a repetidos gritos, un hombre grande y
barrigón… El arroz, las tajadas, las caraotas, la carne mechada y el café con
leche casi regurgitan de mi boca, y el intimidante sujeto se nos acerca para
devolvernos la gorra color vinotinto que se nos había olvidado en la mesa del
lugar.
Recostado
en el asiento del aprensivo copiloto, el cerebro relata cómo había planificado
durante meses y en secreto este día, ya que solo se necesitaba un pelo de
sospecha de una malvada cara desconocida para que todo saliera mal. Ya van más
de 600 kilómetros; ellos no me dejaron opción, y lo repetiría 1.426 veces si
fuese necesario, no podía perecer entre paredes e imaginarme cómo mis retoños
penan por hambre y amor. Rezo por mis amigos y les agradezco por su
colaboración, y también rezo hasta por aquellos que, sin saberlo, cooperaron.
Me hago la
ilusión con Buenos Aires y que en menos de 5 días esté desayunando facturas con
dulce de leche. Será una lejanía de más de 7.300 kilómetros… ¿Estará aún ahí
esa Argentina que abandoné?, o ¿estará mejor? Ahora intento cruzar el país para
distanciar, lo más que pueda, lo que me persigue sin tregua ni reposo, aunque
eso signifique renunciar a los que amo. Con un nudo en la garganta pienso en
mis ancianos padres, pero lo mejor es que por ahora no sepan de mí.
Donde yo
viví diez meses tuve suerte de tener un empleo atribulado; una clase extraña de
laburo en el que ejercía de dizque abogado. Allí, en esa institución había
normas y reglas donde todos los días el espanto te consumía un pedazo de carne.
Solo por cerrar los ojos y dormir debías pagar; alguien decretaba si era tu
último día o qué castigo ibas a recibir dependiendo del juicio interno. Llega
el momento cuando uno mismo no se reconoce y tiene que ingeniar algo para no
olvidarse de sí.
Me quedé
dormido… y, de repente, en un episodio de terror aparece el muchacho aquel con
el monstruoso cuchillo abalanzándoseme y, en el pánico nocturno, despierto con
alaridos y movimientos bruscos. Junto las manos y le ruego a Dios la salvación
ante los sanguinarios hombres.
El hombre
X continúa conversando y me pone en alerta sobre lo cerca que estamos del punto
de la victoria, ya van 800 kilómetros. La ansiedad ataca porque al fin voy a
poder correr hasta la frontera; próximos a las13 horas hasta San Antonio, que
hace muchas horas desde mi domicilio parecía una fantasía tan lejana, pero voy
a escapar a través de esa línea invisible en la que no hay un limbo de juicio,
ni sentencia. Allí cobraré los casi 4 años, los 1.426 días, las 40
postergaciones… donde le voy a agradecer varias veces al suicidio de no
aceptarme en su historia. Todavía no voy a voltear hacia atrás, hasta que
alcance esa franja mágica en la que danza la libertad y rompe mis cadenas.
Adiós al
carnicero
Ya se
cumplieron más de 840 kilómetros de travesía. Se me escapa el alma al
contemplar el Puente Internacional Simón Bolívar, en Táchira, ese lugar por el
que millones de buenas personas, con una maleta de ilusiones, han cruzado hacia
el país vecino. Ya se consigue notar la aglomeración de gente y debo abandonar
el vehículo para seguir a pie yo solo. Las piernas no me quieren obedecer, el
tiempo se detiene, el estómago me cruje, y con la ayuda del hombre X logro
lentamente avanzar con mi pequeño equipaje y la mirada penetrante hacia la
frontera de Colombia.
En tanto
camino para alejar el pánico porque alguien me reconozca, no
obstante mi considerable cambio físico, sin lentes, sin barba, sin bigotes y
faltándole 35 kilos a mi cuerpo…, dejo que la imaginación se regodee entre los
pensamientos… Voy a crear un testimonio real con la credencial de la verdad,
voy a ser mi propio juez y fiscal, la autoridad que me dé la liberación, voy a
empoderar a mis pies a desconocer al régimen carnicero que intentó arrebatarme
por siempre el respirar.
En ese
cruce de la vida, en una distracción mental, escucho a la distancia al hombre X
rezando por mí; todo va en cámara lenta y cada segundo es intenso. Siento
que floto mientras los demás caminan muy pesados. Me parece imposible que
vaya a lograrlo, debo controlarme… Ya queda a mi vista un solo militar
venezolano para poder cruzar.
Por mi
cabeza pasa cualquier locura de una película rodada en Hollywood; restan 10
metros para dejar de ser aleatorio y el guardia gira la mirada inquisidora
hacia mí y transpiro, pero sus ojos de oscuridad se ocupan de hablar con su
compañero y me percato de que yo era un fantasma. Cuando veo que
cambian los carteles, los colores de las indicaciones, le pregunto con voz
entrecortada a una señora que está a mi lado que, si estamos en Colombia y
confirma que sí, trago saliva y la abrazo llorando.
El
funcionario de migración me pide los documentos y expresa: "Bienvenido a
Colombia". No consigo creerlo, ya no soy un fugitivo domiciliario, es una
sacudida que no tiene igual. Hago una pausa de miedo, pero detallo un cartel:
“Policía de Colombia”, ahora si volteo a mirar con ojos de amor a Venezuela y
le prometo que donde me encuentre seguiré alzando la voz por su libertad.
Ahora,
sintiéndome seguro y librado del carnicero, doy la vuelta acompañada de un
largo suspiro, me quito la gorra que me ha acompañado durante el viaje y huelo
dentro de ella ese sudor del miedo que logre conquistar y, con las piernas
tembleques, avanzo. Con un nudo en la garganta y el pecho galopando, pude
avistar a mi familia que me esperaba, y reconocí a mi esposa y a mi hijo mayor
cargando al hombro su única mochila de herencia, mientras mi nene más pequeño
juega inocentemente con sus peluches.