miércoles, 1 de junio de 2011

Mi último viaje



   ... Sólo cuando empecé con mi temblorosa y sudorosa mano a recorrer el camino de escribirle la carta a la mujer que me parió, clavando las pupilas sobre el blanco papel fue cuando pude reflexionar o desandar todo lo concerniente a los últimos pasos de mi gran viaje...
   ... Sentado en la cama, tomaba el vacío del pensamiento girando alrededor de mi penosa vida. El cuarto era un dédalo tan inmenso que las salidas y las entradas parecían no existir. De pronto, sonó el teléfono y esa llamada abrazaba la risa del fuego del infierno. No importaba lo que del otro lado me dijeran, lo cierto es que despertaba el hambre sentada a la oportunidad ligera de un hombre en su laberinto. Mientras conversaba y sostenía el auricular con el hombro, estiré el brazo hacia la limitada biblioteca que poseía, halé un libro y miré las grandes letras en su portada anunciando el contenido: El extranjero. Batí sus hojas como en un juego de naipes, echándole una ojeada pero sin leerlo realmente.
   De acuerdo con la llamada recibida,  ya me quedaban ocho horas para seguir en mi oscura habitación en mi resplandeciente Namibia; pronto saldría hacia el aeropuerto desde donde años atrás realicé mi primer viaje, mi primer gran trabajo, mi primera gran emoción. Hoy deseo que éste sea el último encargo y el principio de una tranquila jubilación. Continúo anclado en el dormitorio y el recuerdo más bello que permanece en mi mente es el de mi pequeño Víctor. Ayer jugamos en el parque como nunca lo habíamos hecho, ¡siempre parece ser nunca! No pensé que ya lanzara la pelota tan lejos y me sorprendía, minuto a minuto, con cada cosa suya; su angelical caminar sobre la grama, su alegre sonrisa en el seno del columpio, su lejano mirar en lo alto del tobogán, sus manos abrazando el engendrar de un querer tantas cosas…, hasta su forma de hablar me maravillaba y la efervescencia infiltrando mi ser era única. Seis años se comprimieron en unas pocas horas y entre hombres fuertes nunca se escribe “te quiero”; siempre querrás haberlo dicho aunque sea en el susurro de la noche, perpetuamente odiarás esa sentencia. 
   Sobre el viejo colchón tintineaba el metal golpeando el metal, como chorros de aguas blancas. Parsimoniosamente contaba el dinero que llevaría, me levanté de la cama y busqué un sobre en la gaveta de la mesita de noche, en el cual le dejaría a mi madre unos cuantos rand y una nota: “Para mi amada madre, que es el más preciado diamante de mi Namibia”.
   Cuán lejos está la soledad para un hombre y cuán rápido uno puede alcanzar la incomunicación absoluta; ella está allí, no tiene prisa, siempre espera a la zaga o al principio. ¡Es muy extraño!, tantos viajes realizados a lugares remotos: Egipto, EE. UU., Honduras, Canadá, México, Colombia, Italia... ¡mejor paro de contar!, ya que no me daría tiempo de vagar por los apasionantes incidentes ocurridos en esas localidades visitadas y este periplo pareciera ser el más importante que haré. Evoco aquella aventura en Portugal, esa ciudad tan maravillosa de Oporto: ¡qué vinos!, ¡vaya comida!, ¡qué música!, ¡vaya vientos del Atlántico!
       Si mal no recuerdo fue en Puerto Carneiro, algo así es el nombre, desde donde traigo a la memoria a esos felices niños lanzándose en las frías aguas del abra, el bello atardecer jugando con las luces del barrio lugareño frente al mar, las barcazas detenidas inventando postales frente al muelle, la suave brisa nocturna haciendo danzar cada poro de mi piel; lo cierto es que ahí se cruzó en mi camino, entre las calles estrechas y empedradas, una hermosa mujer que pudo cambiar el rumbo de mi vida, pero no le consentí conquistar a este africano, bastante tuvimos con los alemanes ¡ja, ja, ja! Trataré de dormir, al menos tres horas antes de escuchar el repicar del teléfono.
   ¡Riiin, riiiin!, ¡riiin, riiin!, justo a la hora; ya hasta me he cepillado los dientes y he dispuesto las cosas para marcharme. Tomo el aparato y hablo: “¡Aló!”; del otro lado suena una voz muy segura y firme, como si su residencia la contuviese una bóveda blindada; en cambio, hoy la mía es de cristal con la sensación angustiosa de volverse añicos. Tengo miedo y no es la común cobardía la que me escolta, presiento sea el último cartucho del temor en estos genes gastados. Me dice la otra persona: “En cinco minutos pasará un taxi buscándote para transportarte al aeropuerto. No hables con nadie y tampoco llames a nadie”.
   Asomado a la ventana, estrujo fuertemente entre mis largas extremidades la nostalgia de lo querido para compensar su ausencia. Cuántas ganas tengo de correr y abrazarte, Víctor Fanuel, heredero, ¿heredero de qué?; heredero de su futuro. ¡Qué planeta Dios!, ¡qué planeta! Ahora recuerdo querer afeitar la barba, creo que lo haré cuando regrese. De pronto suena detrás de la puerta la bocina del auto que viene por mí; antes de abandonar estas cuatro paredes, me arrodillo y beso el sagrado suelo pisado por mi madre, apago la luz y parto a la buena de Dios.
   Ya en la penumbra de la calle, melancólico, observo el raspar con mis dientes el gastado asfalto para encontrar debajo la tierra saltarina que me acogía por las tardes después de regresar del colegio; ella me aguardaba todos los días al salir de clases para reunirme junto a mis amigos de la cuadra y llevar a cabo la misión del formidable partido de fútbol. Una vez en el taxi, noto a la distancia que alguien ha encendido la luz de la sala de mi casa pues, a través de la puerta, se escapa la fosforescencia y supongo que debe ser mi vieja madre despidiéndome con sus lágrimas en la nostálgica soledad. Al rodar unas cuantas cuadras, el conductor, que permanece muy adusto, me entrega un sobre que contiene una serie de papeles y principio a revisarlos: pasaporte, visa, dinero en dólares, pasaje aéreo, un mapa sin lógica y un papel con un mensaje:
   “París-Madrid. En Perú te darán la receta completa, llamar al 4264620.   El Doctor”.             
   El chofer me deja en la terminal, sin despedirse, ¡por supuesto! Muevo los pies y observo a la multitud circulando a las entradas de Windhoek, aeropuerto que lleva el mismo nombre de nuestra hermosa capital. Continúo caminando y miro a las personas, le echo un ojo a mi gente y articulo en voz alta: “¡Coño, qué bonitos son los negros, raza fuerte, raza africana!”.
   Ya dentro de las instalaciones, me siento en una silla a aguardar el llamado para abordar. En la dulce expectativa, paso un pañuelo por mis facciones para secar el sudor producido por esta angustiada tierra, así llevaré conmigo el aroma a donde vaya. Pienso en la chica de Oporto, en su piel parecida a la nieve y detallo la mía tarareando con los ojos. Tonto... era una buena melodía pero, a veces, los complejos mentales son más fuertes que los continentales y esos no te abandonan, te persiguen igual a un fantasma, no importa adónde vayas. Ya no encuentro posición para acomodar las nalgas y al fin distingo en la pantalla mi llamado. Perú me espera, Sudamérica me invoca y digo: “Moses Embashu Fanuel, ¡presente!”.
   En mi asiento, y en pleno vuelo, contemplo cómo me alejo de Namibia, Nigeria, África, mi continente tan vasto, semejante a un poderoso elefante negro. En una época, este trabajo fue muy divertido: mujeres, dinero, alcohol, aventuras... tantos vicios que hasta el tiempo huía del cansancio. Necesito vivir, requiero conocer otra forma de andar, sé que puedo encontrarla y convertirla en mi aliada. Mezclo los pensamientos con Víctor, mi madre, mi hermano, mi gente, mi nación y prefiero no lamer esas heridas silenciosas fabricadas a través del tiempo. Siempre rodeado de mil llamados amigos, las palmadas, los besos, las drogas, el sexo, las palabras halagadoras… y un tonto: ¡yo! ¿Cómo un hombre con tantas personas a su alrededor, puede llegar a sentirse íngrimo, lo máximo de la soledad?… dejo de exprimir la jugosa imaginación para darle paso al sueño.
   Me despierto al escuchar el aviso de la azafata que indica la llegada; como siempre, no pierdo la costumbre de dormir en un viaje. Escucho las repetidas indicaciones para el aterrizaje y proyecto la vista a través del cristal de la ventanilla, con la intención de sentir las palmas de las manos deslizándose en medio de la pista, comparable a un tren de aterrizaje; tal vez…, por esa razón, mis gastadas palmas son blancas ¡qué tonterías digo!, siempre seré orgullosamente un africano, un negro, un hombre.
   ¡Cuántos individuos!, Es sorprendente la diversidad y todos andan como si fuese el último día de sus vidas. Camino hasta la cabina de teléfono y llamo al descifrado número que me proporcionaron. Después de un breve repicar, una voz grave atiende: “¡Espere exactamente allí!, alguien irá en unos minutos”. El otro cuelga el auricular y no me da tiempo para explicar que estoy agotado del viaje, que con un chasquido de dedos atravesé París, Madrid y ahora estoy aquí, en Lima... ¡Soy un mago, no una mula!... en realidad, no les importa. He viajado más de veinte horas y la comodidad de los aviones me parece ¡terrible!, la comida horrible y tengo un apetito espantoso.
   Se me acerca un hombre con traje y lentes oscuros, e imagino que debe ser del personal de seguridad; no sé por qué diablos tiemblo si no llevo nada comprometedor, apenas cargo el bolso de mano con cuatro tonterías. Parezco un principiante, ésta no es la primera vez que confecciono la situación. El individuo se posa frente a mí para entregarme un sobre y una bolsa sellada. La intención inmediata es revisar el contenido y el señor me indica: “¡No lo revise en este lugar!, diríjase inmediatamente a la dirección escrita en la portada del sobre”. Él agarra su rumbo y se aleja.
   Ya me encuentro en la habitación del hotel, un sitio por debajo de lo módico ¿Por qué me asombro?, ¡siempre es así!, el secreto converge en este trabajo. Me preparo un trago de alcohol para buscar el relax y me dedico, con curiosidad guardada, a abrir el paquetito. Encierra en su interior lo mismo que el primero; dólares, ya que todo el mundo los acepta y es moneda oficial del negocio, ja, ja, ja… otra visa, fotografías, una calle, una casa y dos caras. A veces envían cosas que pienso son para despistar... eso creo. También hay una nota:
   “Puedes comer algo ligero temprano en la noche; para mañana debes estar en ayunas. No alcohol, no café, algo ligero, ‘no la pongas’. Espera la llamada.  El Doctor”.
   ¡Qué increíble!, tantos trabajos de transporte y nunca tan exigente. Agarré el trago que había preparado, y para evitar la tentación, lo eché en el excusado. Rompí la bolsa entregada por el mensajero. ¡Sorpresa!, es un minúsculo sándwich de jamón y queso, y un envase con agua mineral... el “Doctor” es preciso. Esta noche será larga, ya que mañana habrá sobresaltos, ¡seguro!, nunca me falla el presentimiento… o ¿será la taquicardia del retiro? Enciendo la televisión y lo primero que aparece ante mis ojos es la explosión de una granada, vísceras volando, sangre manchando la pantalla por todos lados y un héroe anunciando que acabó con los chicos malos.
   Después de comer me recuesto en la cama y me invaden los pensamientos... ¿qué harás a esta hora, Víctor?; piensa en mí y déjame saltar la verja de tus sueños para recorrer juntos esas historias interrumpidas, esas fantasías del hijo de la República de Namibia. Un día crecerás y abonarás la tierra, no con desnudas esperanzas sino con titánicas realidades y la familia gritará hinchada: “Éste es un hombre de África. ¡Un gran hombre africano!”... Pierdo el canto, se escapa el canto...
   El sol choca en mi cara, un nuevo día amanece para despertarme; es hora de ir al cuarto de baño, antes de escuchar el angustioso llamado. ¡Pujo!, ¡pujo!, pujo tan fuerte que las lágrimas se me van a salir de las cuencas y, luego de un rato de esfuerzo, me levanto del excusado dándome por vencido; estoy empapado de sudor y consciente de la misión fallida. Con ganas de vomitar y casi perdiendo el equilibrio, camino arrastrando los pies hacia la ventana para aflojar ligeramente el cuerpo. Desde allí espío a las personas moviéndose de un lado a otro, cual hormigas trabajadoras, hormigas de mil colores.
   Tengo hambre, luego que pase todo esto me comeré el mundo, conquistaré el mundo, asaltaré la riqueza honrada... seré libre y podré construir tantas cosas que ni una naja podrá contra mí... Empezaré... ¡Ayayayayayayayay...!, ahora sí, corro hacia el cuarto de baño y me siento en el retrete, ¡aquí viene, aquí viene!; en tanto sucede lo inevitable, me abrazo a mí mismo y me toco los brazos, y descubro a la altura de los bíceps un tatuaje elaborado hace unos diez años; y cuando iba a reírme por llamarlo tontería, me abstuve para apreciar mejor la marca del dragón, ya que mis amigos manifestaban que había perdido el dinero en algo que no se apreciaba sobre mi piel...; reflexionando, ahora eso no importa, ¡la marca del dragón!, en vez de grabarme a mi madre, a mi hijo, a un león, a Dios..., me hice un animal fabuloso. ¡Qué pendejo!, cómo duele esa vaina.
   Terminada la misión en el excusado, estoy en el sitio preferido de estos días... la cama y continúo en a dulce espera. Repica el teléfono e inmediatamente lo tomo: la voz secreta me indica aguardar a dos hombres que irán en un instante al cuarto del hotel. No han transcurrido ni quince minutos cuando el “toc toc” de la madera hace su llamado. Atiendo y frente a mí: dos señores con lentes oscuros, muy formales, trajeados como los sepultureros. Les invito para que tomen asiento, atraviesan el umbral y se quedan de pie. Me entregan un sobre, como siempre, lo reviso y busco de inmediato la nota:
   “Aquí tienes la medicina, tómala toda. Es pura medicina natural, sin preguntas. El Doctor”.
   ¡Los señores!, extrañaba que aún estuviesen ante mí, pues siempre desaparecen tipo fantasma. Veo un maletín ejecutivo de color negro que habían colocado sobre la cama, lo abren y... distingo en su interior unos dediles; apuesto a que deben estar rellenos de flores blanquecinas, forrados cada uno con cinta adhesiva verde de electricista por lo que semejaban unos fríjoles gigantes. Uno de los caballeros ejecuta señas con la mano, que indican que me los trague. Preocupado, arrugo las cejas y expreso: “¡guao!” esto no estaba en los planes, ya que es mi retiro y supuestamente era algo sencillo; los cuento uno a uno y exclamo: “¡Setenta y Nueve!... setenta y nueve dediles”. Le repito una y otra vez mientras me agarro la quijada, él pestañea haciéndome sentir lo poco que le importa mi opinión y, en un gesto de impaciencia, gruñe: “¿Y? ¿Crees que nosotros no sabemos contar?”.
   Próximo a una hora, solitario en ese cuarto y con el cuerpo repleto de exterminadores, inicio la preparación del viaje porque se hará largo e inmediato. Falta poco para que mis oídos escuchen ¡riiing, riiing!, del teléfono sonando. Estoy en Lima, Perú y no existo, no me ven ni yo los veo. Es una pérdida de tiempo haber dejado todo atrás por unos cuantos dólares. Tengo que ser positivo, todo va a salir bien, soy un profesional y debo cumplir con mi trabajo. De todos modos vagabundea una pregunta en mi interior: ¿Cuánto valen mis sueños?
   Llega la fulana llamada y me baja a la realidad con una convocatoria que señala que hay un taxi esperándome afuera. Como es la costumbre, el conductor ni habla y me deja en el aeropuerto J. Chávez de Lima, ahora rumbo a la entrega: Venezuela. Ya abordo en el avión, advierto más cercano cada segundo para el final de esta misión. En cuatro horas de vuelo, aproximadamente, estaré en el punto final; lo que tengo es un hambre bárbara y no puedo comer nada... mejor dicho, no debo. Me siento un poquito mareado y cruzo los brazos imaginando envolver a mi pequeño Víctor, le traigo conmigo y ahuyenta los malos pensamientos. La aeromoza se acerca y pregunta si me siento bien. Le contesto molesto por haberme despertado de ese íntimo y afectuoso sueño:
—¡Sí! —ella acota:
— Traeré un vaso de agua—. Sonrío para no buscar el remedio.
   ¿Será que soy tan nacionalista y no me había percatado?, He viajado cantidades de veces y siempre he pensado en mi terruño Namibia, pero en estas horas la he pensado en demasía y es preocupante. Me inquieta que he dejado esa parcela tan lejos..., bueno... bueno, pero mi corazón es de tierra. Me toco el pecho para darme cuenta que aún conservo el pañuelo de partida, lo saco para olerlo y embriagarme con el sudor del recuerdo. Hablo con expresión segura: “¡Soy un caimán de noventa años, fuerte y duradero en el tiempo!”. Luego de varias horas en el aire, puedo apreciar desde lo alto el azul del mar Caribe y a los pocos minutos de extasiarme en esas aguas, el capitán indica que estamos en territorio venezolano, específicamente nos recuerda que aterrizaremos en el aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón Bolívar. No sé por qué razón, en la zona de desembarque, olvidé por un instante lo del “cargamento”. 
   Una vez fuera de la aeronave, en la sala de recibimiento de pasajeros de la terminal, percibo a todos los viajeros aglomerados en busca de sus maletas ¡¿y yo?!, ya me tragué las mías. Distingo hacia lo más alto del techo, en una pantalla electrónica escrita la data del día: 9 de febrero... me percato que es viernes, hoy en Vargas, Venezuela, estoy cumpliendo años. Experimento una extraña sensación muy cerca de la playa, y elaboro una torta tropical de arena, sal y mar.
   Ya estoy cerca de la puerta de salida de la terminal, dispuesto a expulsar el deficiente aire de los pulmones y celebrar, a lo grande, mi cumpleaños y mi ansiado retiro, todo junto… ¡Oh, oh!... cuando siento una enorme mano sobre el hombro y volteo muy calmoso. Es el robusto personal de seguridad, junto con dos policías que son casi arrastrados por un par de perros. Los canes me olfatean tal si les fuese familiar; los caballeros se identifican como Comisión Antidrogas, C.I.C.P.C. (Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas); de manera educada, me piden seguirlos a sus oficinas y, de ese trayecto, sólo recuerdo el piso del aeropuerto moviéndose a cada paso que daba convirtiéndose en una paleta bañada de múltiples colores a la medida de un genio… supongo. 
   He sido arrestado, he sido fichado. Sentado en una silla poco cómoda, me interrogan en un salón pintado de rojo. Me pronuncian cosas inescrutables, pero sé que no son buenas igual que mi español. Uno de ellos articula que no son tontos, siempre alguien suelta la lengua y se convierte en un perico, se pasa la mano sobre la barriga y continúa diciendo que un detalle es la diferencia entre ser capturado y escapar, y si escapa un día es capturado.
   Me pregunto: ¿cómo lo sabían?, ¿cómo lo supieron? ¿Quién me entregó? No tengo miedo y siempre especulé: el día que fuese arrestado, cada centímetro de mí temblaría de terror. Prosigue el interrogatorio con sus momentos de espera, mientras voy al sanitario. Prolongan las preguntas; no quiero regresar al sanitario pero me obligan. Hago todo lo posible para expulsar los dediles, pero esos rebeldes no salen cuando quiero.
   En mi pequeño mundo del idioma español, continúan escribiendo cosas feas, trato de no escucharlos pero es imposible, están sobre mi oreja, caracol, pabellón, zumbando alrededor como moscas. Lamento entender en tan alto grado el castellano que emplea la ley y el orden, pues es el mismo lenguaje utilizado en los bajos fondos. Sigo yendo al cuarto de baño y algunos frijoles se resisten a salir. Sentado en ese trono de excrementos me siento un poco mal, el tiempo se extravió, registro un poco de mareo, pero el inquisidor ordena: “¡No seas llorón!, si fuiste arrecho para tragarte esa droga, ¡entonces, aguántate ese culo!”.
   Interrogatorio intenso, tiempo pasando, evacuatorio sustancia, interrogatorio, tiempo, evacuatorio, interrogatorio, tiempo…vuelvo al retrete y sigo la cuenta, me salen dos más pero ya no aguanto, me siento débil, ido, fatigado. Han estado comentando que me moverán a otro lugar; esperan los medios; llamada desde Caracas... el jefe superior…, vaya alguien a saber. Salgo del cuarto de baño, y el guardián llama a sus compañeros y uno de ellos, apresurado, expresa que irá por un médico, salen todos de la habitación. Al quedar solo, me lanzo sobre la camita que hay entre esas cuatro paredes para continuar combatiendo la agudeza de este insoportable dolor.
   Siento el transcurrir de las horas y al fin entra alguien: es una enfermera que me pone un paño caliente en la frente como si esta hiperpigmentación no conociera el calor. Le solicito, por favor, que consiga lápiz y papel para escribirle una carta a mi madre. Advierto a uno de los policías asomarse por el cristal de la ventanilla que está sobre la puerta de la salita. Le pido ayuda a la funcionaria de salud para ir al reservado. Me siento en la taza y no ocurre nada, uno que otro manchón de sangre evacuo. Me toco el mentón y percato el raspar de una lija sobre la palma de la mano, no me alcanzó el tiempo para rasurarme pues todo sucedió muy rápido. Tomo una página del periódico típico de estos cuartos, leo la noticia de ayer: “Grupos armados asesinan campesinos”. “Venezuela y Colombia forcejean en la cuerda floja”. “Guardia Nacional rescató velero valorado en 90 millones”. Volteo la hoja y a la vez descanso sentado, la enfermera toca la puerta y le grito que ya voy.
   “El narco escapa...”, es el titular; Slerk Hendrikus, el cura holandés que fue capturado con cuatro kilos de cocaína en el aeropuerto, aparentemente era un sacerdote con mala conducta y estaba fugado desde hace cuatro años; cuando lo arrestaron, poseía una falsa licencia de médico...; la funcionaria vuelve a llamar, y le ruego que entre y me ayude. Al rato de estar reposando sobre la cama, entra y me entrega un bloc y un lápiz, me incorporo con su colaboración, tomé los útiles y comencé a escribir de atrás hacia adelante sin darme cuenta, tal vez era el deseo involuntario de recoger el tiempo...
   Madre, querida madre, ten fuerzas, me he suicidado lentamente por el dinero de la gente de Caracas. Yo soy de Namibia, soy de Nigeria, del sur de África. Madre, ten cuidado, del cuerpo, de las manos del blanco. Llegaba desde Perú a un país llamado Venezuela cuando fui arrestado por la policía, transportando droga dentro de mi cuerpo; no quiero que lleven mi cuerpo a Namibia, a Nigeria, a África, déjenme aquí en el sur de América porque me estoy matando yo mismo por el dinero. Te estoy garabateando esta carta con la cocaína corriendo por todas las autopistas de mi cuerpo. Diles a mi hijo Víctor y a mi esposa que sean fuertes, creo que mi escritura no es la mejor, pero entenderás por qué. Despídeme de cada uno de la familia, tomen fuerzas porque me estoy muriendo. Algo está viniendo hacia mí, atrapa mis manos, madre… adiós. Protege a Víctor, tal vez Dios se apiade de mi alma y ésta descanse en paz. La incoherencia me acompaña para llevarme al final del túnel. Estas son mis últimas letras para el sur de África, no quiero tener ayuda para matarme yo mismo. Mi mano se desplaza al compás del tóxico en mi torrente; es un baile entre la vida y la muerte, entre la lluvia y la sequía, entre la luna y el sol. Te doy el número 962.43.03, que es el número de Enekas, adiós. Tú eres testigo, América, de la manera como rasgueé esta carta.
   Han entrado dos hombres que me transportarán a una ambulancia y luego al hospital. Sabía que el doctor no vendría, como ellos dijeron. Me han permitido continuar escribiendo esta carta, a modo de la última bendición del reo. No vino nadie a conocerme, o fue todo tan lento o fue todo tan rápido. Cuando la droga fue hallada en mi cuerpo, ellos fueron por un doctor pero no se presentó ninguno. La enfermera aún se apiada de mí con su compañía, me explica que vamos al hospital de Pariata…
   Te enviarán la verdad en una esquela, madre, y mi alma comprimida en ella. El africano Moses Embashu Fanuel; provocó en su cuerpo una sobredosis letal, murió con un dedil de cocaína reventado en su intestino, o a consecuencia de un infarto o una hemorragia pulmonar, sólo le faltaba expulsar cuatro envoltorios. ¡Qué mala suerte, mamá!, ¡qué mala suerte!, sólo me faltaban cuatro frijoles o ¿es que éste era el juego del destino? Lo cierto es que la agonía se me ha plantado semejante a una nube. Yo no amo el dinero; estoy muriendo en Venezuela, tienes que tener valor, no regresaré al desierto jamás, mi condena está escrita. Voy para el lugar de mi hermano en Madisson sala 809. Cuida de mis propiedades, deja que entre él a la casa con mi llave y recorra los jardines donde el olor profundo de los azahares son reyes. Dales todo mi amor, a mi alejada esposa y a mi pequeño hijo...



4 comentarios:

  1. Es un placer saber que ahora todos podran disfrutar de tus maravillosos escritos. Anángela

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  2. Felicitaciones por tan bien diseñado blog. Como siempre, cuenta con mi apoyo y mi colaboración. Rayza González

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  3. Mi último viaje, uno de los cuentos más significativos y de gran contenido socio-económico. Lo recomiendo ampliamente. Rayza González

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  4. Excelente relato, de una calidad humana extraordinaria. Es un cuento magnífico. Me ha gustado mucho y he de decir que es muy original, y de gran riqueza literaria.
    Maite Gras.
    la_bio

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