Las desvencijadas suelas de sus zapatos denuncian el golpeteo deslizado por sus rígidas venas, engendrado por las incontables estaciones, ellos besan con pesadez la desmenuzable tierra indomable. Alberto, sin extraviar una sola fecha del calendario, envuelto en mil destellos con los primeros rayos pasea junto a las golondrinas por el famoso parque “Las cuatro estaciones”. Su giboso cuerpo anida extenuado de hospedarse en el ayer, pero su psique, se regocija en la retentiva de saberse vivo en el colorido aroma que Marie Anne ha diseminado entre los frondosos árboles y la explosión de los delicados capullos que durante nutrido trecho habían sido cómplices de sus pueriles y traviesos sentimientos.
A pesar de evocar los vivaces recuerdos en cada rincón cuando la claridad es verde, percibe el parque con dimensiones reducidas y, la nostalgia avisa de que escasean los espectadores de madera, esos que siempre desde lo sublime a hurtadillas los espiaban y, los pilotaban a través de sus enigmáticas gargantas, arrastrándolos a misteriosos parajes de corte imperial. En esos anales, se sumergían en carantoñas desflorando el día y entre el reconfortante clima terminaban al final de la tarde disfrutando el reflejo rojizo de ese manto resplandor y acompañaban a la sombra que religiosamente ya se había instalado en su lugar. Tres kilómetros para llevarla a su casa, tres kilómetros de lienzo azul profundo, tres kilómetros de cementadas calles, tres kilómetros de escondrijos, él desearía que esos tres mil metros se eternizaran hasta los mares oscuros de la luna, para perpetuar su mano sobre la suya y, así el beso lumínico de los solitarios faroles junto a la custodia de las piedras silenciosas, les solfearían sus memorias guardadas en historias, mientras él, no pararía de inventarle a su princesa cucamonas.
Se echó un andar por el engranaje del tiempo, persuadido por sus congruentes pasos, ese remoto pasaje era una galería de troncos y hojas, donde la estación enamoraba a los cerezos en flor. Cuando parió la primavera; pudo distinguir cientos de colores en las sombras, cientos de colores que le emboban, cientos de colores que entre las copas se asoman. Ella hacía del silencio una gema salvaje. Antojaba empaparse bajo las naguas de la lluvia; su cabello olía a néctar de romero, sus orejas a miel de jengibre, su boca a menta de hinojo, su cuello a jabón de tomillo y sus manos a piña de pino… esa tez desprendía, la acrisolada fragancia de la tierra húmeda. Se zambullía en invisibles oleos de irisados reflejos que inundaban sus pupilas mimosas, ¡entonces él!, le recetaba cascadas de flores para embriagar el alma de la vista, eran unos espectadores privilegiados y le presentaban gratitud al día por resurgir a tiempo. Torna al presente, discreto curva los labios para echar un vistazo de forma oblicua, cerciorándose una vez más que no sigue a su lado porque el lujoso tiempo se la ha robado.
Esta mañana en pleno transitar por el parque, Alberto saca de su bolsillo la plegada carta, lacrada con tildes de lágrimas, en la que con letra convulsiva le escribió Marie Anne: “… ¡Por favor!, espérame junto al fascinante árbol de cerezos donde desnudaste cada uno de mis más íntimos secretos, excepto el más importante de nuestro devenir; ¡perdóname por no haberte confesado mis sospechas!, pues mi engreído padre tenía dispuesto alejarme de tu alma que era la que lactaba mi puñado de segundos. ¡Fue horrible!, ese día al perderte se me derrumbó el mundo… me sacó a la fuerza del terruño a la alborada siguiente y jamás volví a sentir la caricia de la luz…”.
La misiva disfrutaba de una semana de retraso, lo cual no impidió que sus emociones se aceleraran… Se acerca a la luz de su presencia; el almizcle de aquellas suaves manos continuaba fresco en ese blanco papel como un amanecer de lirios que van poblando el campo con millares de campanas. ¡Es el gran día!, ¡está ansioso!, se peina el cromado cabello, se estira las orillas de los ojos, ejercita la boca y tantea doblegar infructuosamente la curvatura de su exigua figura. Muy preocupado por su apariencia, subraya para sus adentros: “A pesar de todo no parece haber pasado el tiempo en está larga peregrinación”. Luego sonríe como burlándose del penador de los vientos del tiempo; ya son 72 otoños a cuestas y se cree hoy un mozuelo de 20 años luz, como esa real mañana cuando se esfumó Marie Anne de su vida.
Le sorprenden en ese ensimismamiento un par de pimpollos que se le aproximan por detrás, y uno de ellos sin timbre definido pero con voz fresca le comunica: “Marie Anne ha llegado al pueblo y todos allá están muy tristes”. Y como en un ensayo de voces blancas, al unísono le dicen: “Nos han mandado a avisarle… don Alberto”. Permanece reflexivo en la duda de lo que era un encuentro secreto…, mientras los chicos revoloteando se alejan, sincrónicamente doblan las campanadas en el pueblo, entonces, como si despertase de un sueño exclama preguntando:
— ¿¡Y cuál es su tristeza!?
— ¡Marie Anne está muerta! —Empapado en la inocencia, contesta uno de ellos. Y así se desbandan para continuar niñeando…
Irreflexivamente el lugar evoluciona en una devoradora montaña de punzantes cristales de dolor. El espacio se bifurca, hay menos verde por doquier, la estación que corre es la de las hojas secas; Alberto, al caminar entre ellas, las hace crujir; siente el desprender de las hojas caducas como un aguacero ocre, el efecto cala cada cisura de la superficie, ahora es vulnerable a cualquier legación de la naturaleza… fue una pincelada rotunda… En el parque, los luminosos matices primaverales sufren un trombo en plena faz y la fugacidad de la belleza se guarda en el melancólico silencio del libro del tiempo.
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