... Sólo cuando
empecé con mi temblorosa y sudorosa mano a recorrer el camino de escribirle la
carta a la mujer que me parió, clavando las pupilas sobre el blanco papel fue
cuando pude reflexionar o desandar todo lo concerniente a los últimos pasos de
mi gran viaje...
... Sentado en
la cama, tomaba el vacío del pensamiento girando alrededor de mi penosa vida.
El cuarto era un dédalo tan inmenso que las salidas y las entradas parecían no
existir. De pronto, sonó el teléfono y esa llamada abrazaba la risa del fuego
del infierno. No importaba lo que del otro lado me dijeran, lo cierto es que
despertaba el hambre sentada a la oportunidad ligera de un hombre en su
laberinto. Mientras conversaba y sostenía el auricular con el hombro, estiré el
brazo hacia la limitada biblioteca que poseía, halé un libro y miré las grandes
letras en su portada anunciando el contenido: El extranjero. Batí
sus hojas como en un juego de naipes, echándole una ojeada pero sin leerlo
realmente.
De acuerdo con
la llamada recibida, ya me quedaban ocho horas para seguir en mi oscura
habitación en mi resplandeciente Namibia; pronto saldría hacia el aeropuerto
desde donde años atrás realicé mi primer viaje, mi primer gran trabajo, mi
primera gran emoción. Hoy deseo que éste sea el último encargo y el principio
de una tranquila jubilación. Continúo anclado en el dormitorio y el recuerdo
más bello que permanece en mi mente es el de mi pequeño Víctor. Ayer jugamos en
el parque como nunca lo habíamos hecho, ¡siempre parece ser nunca! No pensé que
ya lanzara la pelota tan lejos y me sorprendía, minuto a minuto, con cada cosa
suya; su angelical caminar sobre la grama, su alegre sonrisa en el seno del
columpio, su lejano mirar en lo alto del tobogán, sus manos abrazando el
engendrar de un querer tantas cosas…, hasta su forma de hablar me maravillaba y
la efervescencia infiltrando mi ser era única. Seis años se comprimieron en
unas pocas horas y entre hombres fuertes nunca se escribe “te quiero”; siempre
querrás haberlo dicho aunque sea en el susurro de la noche, perpetuamente
odiarás esa sentencia.
Sobre el viejo
colchón tintineaba el metal golpeando el metal, como chorros de aguas blancas.
Parsimoniosamente contaba el dinero que llevaría, me levanté de la cama y
busqué un sobre en la gaveta de la mesita de noche, en el cual le dejaría a mi
madre unos cuantos rand y una nota: “Para mi amada madre, que es el más
preciado diamante de mi Namibia”.
Cuán lejos está
la soledad para un hombre y cuán rápido uno puede alcanzar la incomunicación
absoluta; ella está allí, no tiene prisa, siempre espera a la zaga o al
principio. ¡Es muy extraño!, tantos viajes realizados a lugares remotos:
Egipto, EE. UU., Honduras, Canadá, México, Colombia, Italia... ¡mejor paro de
contar!, ya que no me daría tiempo de vagar por los apasionantes incidentes
ocurridos en esas localidades visitadas y este periplo pareciera ser el más
importante que haré. Evoco aquella aventura en Portugal, esa ciudad tan
maravillosa de Oporto: ¡qué vinos!, ¡vaya comida!, ¡qué música!, ¡vaya vientos
del Atlántico!
Si mal no recuerdo fue en Puerto Carneiro, algo así es el nombre, desde donde
traigo a la memoria a esos felices niños lanzándose en las frías aguas del
abra, el bello atardecer jugando con las luces del barrio lugareño frente al
mar, las barcazas detenidas inventando postales frente al muelle, la suave
brisa nocturna haciendo danzar cada poro de mi piel; lo cierto es que ahí se
cruzó en mi camino, entre las calles estrechas y empedradas, una hermosa mujer
que pudo cambiar el rumbo de mi vida, pero no le consentí conquistar a este
africano, bastante tuvimos con los alemanes ¡ja, ja, ja! Trataré
de dormir, al menos tres horas antes de escuchar el repicar del teléfono.
¡Riiin,
riiiin!, ¡riiin, riiin!, justo a la hora; ya hasta me he cepillado los
dientes y he dispuesto las cosas para marcharme. Tomo el aparato y hablo:
“¡Aló!”; del otro lado suena una voz muy segura y firme, como si su residencia
la contuviese una bóveda blindada; en cambio, hoy la mía es de cristal con la sensación
angustiosa de volverse añicos. Tengo miedo y no es la común cobardía la que me
escolta, presiento sea el último cartucho del temor en estos genes gastados. Me
dice la otra persona: “En cinco minutos pasará un taxi buscándote para
transportarte al aeropuerto. No hables con nadie y tampoco llames a nadie”.
Asomado a la
ventana, estrujo fuertemente entre mis largas extremidades la nostalgia de lo
querido para compensar su ausencia. Cuántas ganas tengo de correr y abrazarte,
Víctor Fanuel, heredero, ¿heredero de qué?; heredero de su futuro. ¡Qué planeta
Dios!, ¡qué planeta! Ahora recuerdo querer afeitar la barba, creo que lo haré
cuando regrese. De pronto suena detrás de la puerta la bocina del auto que
viene por mí; antes de abandonar estas cuatro paredes, me arrodillo y beso el
sagrado suelo pisado por mi madre, apago la luz y parto a la buena de Dios.
Ya en la
penumbra de la calle, melancólico, observo el raspar con mis dientes el gastado
asfalto para encontrar debajo la tierra saltarina que me acogía por las tardes
después de regresar del colegio; ella me aguardaba todos los días al salir de
clases para reunirme junto a mis amigos de la cuadra y llevar a cabo la misión
del formidable partido de fútbol. Una vez en el taxi, noto a la distancia que
alguien ha encendido la luz de la sala de mi casa pues, a través de la puerta,
se escapa la fosforescencia y supongo que debe ser mi vieja madre despidiéndome
con sus lágrimas en la nostálgica soledad. Al rodar unas cuantas cuadras, el
conductor, que permanece muy adusto, me entrega un sobre que contiene una serie
de papeles y principio a revisarlos: pasaporte, visa, dinero en dólares, pasaje
aéreo, un mapa sin lógica y un papel con un mensaje:
“París-Madrid.
En Perú te darán la receta completa, llamar al 4264620. El
Doctor”.
El chofer me
deja en la terminal, sin despedirse, ¡por supuesto! Muevo los pies y observo a
la multitud circulando a las entradas de Windhoek, aeropuerto que lleva el
mismo nombre de nuestra hermosa capital. Continúo caminando y miro a las
personas, le echo un ojo a mi gente y articulo en voz alta: “¡Coño, qué bonitos
son los negros, raza fuerte, raza africana!”.
Ya dentro de
las instalaciones, me siento en una silla a aguardar el llamado para abordar.
En la dulce expectativa, paso un pañuelo por mis facciones para secar el sudor
producido por esta angustiada tierra, así llevaré conmigo el aroma a donde
vaya. Pienso en la chica de Oporto, en su piel parecida a la nieve y detallo la
mía tarareando con los ojos. Tonto... era una buena melodía pero, a veces, los
complejos mentales son más fuertes que los continentales y esos no te
abandonan, te persiguen igual a un fantasma, no importa adónde vayas. Ya no
encuentro posición para acomodar las nalgas y al fin distingo en la pantalla mi
llamado. Perú me espera, Sudamérica me invoca y digo: “Moses Embashu Fanuel,
¡presente!”.
En mi asiento,
y en pleno vuelo, contemplo cómo me alejo de Namibia, Nigeria, África, mi
continente tan vasto, semejante a un poderoso elefante negro. En una época,
este trabajo fue muy divertido: mujeres, dinero, alcohol, aventuras... tantos
vicios que hasta el tiempo huía del cansancio. Necesito vivir, requiero conocer
otra forma de andar, sé que puedo encontrarla y convertirla en mi aliada.
Mezclo los pensamientos con Víctor, mi madre, mi hermano, mi gente, mi nación y
prefiero no lamer esas heridas silenciosas fabricadas a través del tiempo.
Siempre rodeado de mil llamados amigos, las palmadas, los besos, las drogas, el
sexo, las palabras halagadoras… y un tonto: ¡yo! ¿Cómo un hombre con tantas
personas a su alrededor, puede llegar a sentirse íngrimo, lo máximo de la
soledad?… dejo de exprimir la jugosa imaginación para darle paso al sueño.
Me despierto al
escuchar el aviso de la azafata que indica la llegada; como siempre, no pierdo
la costumbre de dormir en un viaje. Escucho las repetidas indicaciones para el
aterrizaje y proyecto la vista a través del cristal de la ventanilla, con la
intención de sentir las palmas de las manos deslizándose en medio de la pista,
comparable a un tren de aterrizaje; tal vez…, por esa razón, mis gastadas
palmas son blancas ¡qué tonterías digo!, siempre seré orgullosamente un
africano, un negro, un hombre.
¡Cuántos
individuos!, Es sorprendente la diversidad y todos andan como si fuese el
último día de sus vidas. Camino hasta la cabina de teléfono y llamo al
descifrado número que me proporcionaron. Después de un breve repicar, una voz
grave atiende: “¡Espere exactamente allí!, alguien irá en unos minutos”. El
otro cuelga el auricular y no me da tiempo para explicar que estoy agotado del
viaje, que con un chasquido de dedos atravesé París, Madrid y ahora estoy aquí,
en Lima... ¡Soy un mago, no una mula!... en realidad, no les importa. He
viajado más de veinte horas y la comodidad de los aviones me parece ¡terrible!,
la comida horrible y tengo un apetito espantoso.
Se me acerca un
hombre con traje y lentes oscuros, e imagino que debe ser del personal de
seguridad; no sé por qué diablos tiemblo si no llevo nada comprometedor, apenas
cargo el bolso de mano con cuatro tonterías. Parezco un principiante, ésta no
es la primera vez que confecciono la situación. El individuo se posa frente a
mí para entregarme un sobre y una bolsa sellada. La intención inmediata es
revisar el contenido y el señor me indica: “¡No lo revise en este lugar!,
diríjase inmediatamente a la dirección escrita en la portada del sobre”. Él
agarra su rumbo y se aleja.
Ya me encuentro
en la habitación del hotel, un sitio por debajo de lo módico ¿Por qué me
asombro?, ¡siempre es así!, el secreto converge en este trabajo. Me preparo un
trago de alcohol para buscar el relax y me dedico, con curiosidad guardada, a
abrir el paquetito. Encierra en su interior lo mismo que el primero; dólares,
ya que todo el mundo los acepta y es moneda oficial del negocio, ja,
ja, ja… otra visa, fotografías, una calle, una casa y dos caras. A veces
envían cosas que pienso son para despistar... eso creo. También hay una nota:
“Puedes comer
algo ligero temprano en la noche; para mañana debes estar en ayunas. No
alcohol, no café, algo ligero, ‘no la pongas’. Espera la llamada. El Doctor”.
¡Qué
increíble!, tantos trabajos de transporte y nunca tan exigente. Agarré el trago
que había preparado, y para evitar la tentación, lo eché en el excusado. Rompí
la bolsa entregada por el mensajero. ¡Sorpresa!, es un minúsculo sándwich de
jamón y queso, y un envase con agua mineral... el “Doctor” es preciso. Esta
noche será larga, ya que mañana habrá sobresaltos, ¡seguro!, nunca me falla el
presentimiento… o ¿será la taquicardia del retiro? Enciendo la televisión y lo
primero que aparece ante mis ojos es la explosión de una granada, vísceras
volando, sangre manchando la pantalla por todos lados y un héroe anunciando que
acabó con los chicos malos.
Después de
comer me recuesto en la cama y me invaden los pensamientos... ¿qué harás a esta
hora, Víctor?; piensa en mí y déjame saltar la verja de tus sueños para
recorrer juntos esas historias interrumpidas, esas fantasías del hijo de la
República de Namibia. Un día crecerás y
abonarás la tierra, no con desnudas esperanzas sino con titánicas realidades y
la familia gritará hinchada: “Éste es un hombre de África. ¡Un gran hombre
africano!”... Pierdo el canto, se escapa el canto...
El sol choca en
mi cara, un nuevo día amanece para despertarme; es hora de ir al cuarto de
baño, antes de escuchar el angustioso llamado. ¡Pujo!, ¡pujo!, pujo tan fuerte
que las lágrimas se me van a salir de las cuencas y, luego de un rato de
esfuerzo, me levanto del excusado dándome por vencido; estoy empapado de sudor y
consciente de la misión fallida. Con ganas de vomitar y casi perdiendo el
equilibrio, camino arrastrando los pies hacia la ventana para aflojar
ligeramente el cuerpo. Desde allí espío a las personas moviéndose de un lado a
otro, cual hormigas trabajadoras, hormigas de mil colores.
Tengo hambre,
luego que pase todo esto me comeré el mundo, conquistaré el mundo, asaltaré la
riqueza honrada... seré libre y podré construir tantas cosas que ni una naja
podrá contra mí... Empezaré... ¡Ay, ay, ayayay, ayayay...!,
ahora sí, corro hacia el cuarto de baño y me siento en el retrete, ¡aquí viene,
aquí viene!; en tanto sucede lo inevitable, me abrazo a mí mismo y me toco los
brazos, y descubro a la altura de los bíceps un tatuaje elaborado hace unos
diez años; y cuando iba a reírme por llamarlo tontería, me abstuve para
apreciar mejor la marca del dragón, ya que mis amigos manifestaban que había
perdido el dinero en algo que no se apreciaba sobre mi piel...; reflexionando,
ahora eso no importa, ¡la marca del dragón!, en vez de grabarme a mi madre, a
mi hijo, a un león, a Dios..., me hice un animal fabuloso. ¡Qué pendejo!, cómo
duele esa vaina.
Terminada la
misión en el excusado, estoy en el sitio preferido de estos días... la cama y
continúo en a dulce espera. Repica el teléfono e inmediatamente lo tomo: la voz
secreta me indica aguardar a dos hombres que irán en un instante al cuarto del
hotel. No han transcurrido ni quince minutos cuando el “toc toc”
de la madera hace su llamado. Atiendo y frente a mí: dos señores con lentes
oscuros, muy formales, trajeados como los sepultureros. Les invito para que
tomen asiento, atraviesan el umbral y se quedan de pie. Me entregan un sobre,
como siempre, lo reviso y busco de inmediato la nota:
“Aquí
tienes la medicina, tómala toda. Es pura medicina natural, sin preguntas. El
Doctor”.
¡Los señores!,
extrañaba que aún estuviesen ante mí, pues siempre desaparecen tipo fantasma.
Veo un maletín ejecutivo de color negro que habían colocado sobre la cama, lo
abren y... distingo en su interior unos dediles; apuesto a que deben estar
rellenos de flores blanquecinas, forrados cada uno con cinta adhesiva verde de
electricista por lo que semejaban unos fríjoles gigantes. Uno de los caballeros
ejecuta señas con la mano, que indican que me los trague. Preocupado, arrugo
las cejas y expreso: “¡guao!” esto no estaba en los planes, ya que es mi
retiro y supuestamente era algo sencillo; los cuento uno a uno y exclamo: “¡Setenta
y Nueve!... setenta y nueve dediles”. Le repito una y otra vez mientras me
agarro la quijada, él pestañea haciéndome sentir lo poco que le importa mi
opinión y, en un gesto de impaciencia, gruñe: “¿Y? ¿Crees que nosotros no
sabemos contar?”.
Próximo a una
hora, solitario en ese cuarto y con el cuerpo repleto de exterminadores, inicio
la preparación del viaje porque se hará largo e inmediato. Falta poco para que
mis oídos escuchen ¡riiing, riiing!, del teléfono sonando. Estoy en
Lima, Perú y no existo, no me ven ni yo los veo. Es una pérdida de tiempo haber
dejado todo atrás por unos cuantos dólares. Tengo que ser positivo, todo va a
salir bien, soy un profesional y debo cumplir con mi trabajo. De todos modos
vagabundea una pregunta en mi interior: ¿Cuánto valen mis sueños?
Llega la fulana
llamada y me baja a la realidad con una convocatoria que señala que hay un taxi
esperándome afuera. Como es la costumbre, el conductor ni habla y me deja en el
aeropuerto J. Chávez de Lima, ahora rumbo a la entrega: Venezuela. Ya abordo en
el avión, advierto más cercano cada segundo para el final de esta misión. En
cuatro horas de vuelo, aproximadamente, estaré en el punto final; lo que tengo
es un hambre bárbara y no puedo comer nada... mejor dicho, no debo. Me siento
un poquito mareado y cruzo los brazos imaginando envolver a mi pequeño Víctor,
le traigo conmigo y ahuyenta los malos pensamientos. La aeromoza se acerca y
pregunta si me siento bien. Le contesto molesto por haberme despertado de ese
íntimo y afectuoso sueño:
—¡Sí! —ella acota:
— Traeré un vaso de agua—.
Sonrío para no buscar el remedio.
¿Será que soy
tan nacionalista y no me había percatado?, He viajado cantidades de veces y
siempre he pensado en mi terruño Namibia, pero en estas horas la he pensado en
demasía y es preocupante. Me inquieta que he dejado esa parcela tan lejos...,
bueno... bueno, pero mi corazón es de tierra. Me toco el pecho para darme
cuenta que aún conservo el pañuelo de partida, lo saco para olerlo y
embriagarme con el sudor del recuerdo. Hablo con expresión segura: “¡Soy un
caimán de noventa años, fuerte y duradero en el tiempo!”. Luego de varias
horas en el aire, puedo apreciar desde lo alto el azul del mar Caribe y a los
pocos minutos de extasiarme en esas aguas, el capitán indica que estamos en
territorio venezolano, específicamente nos recuerda que aterrizaremos en el
aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón Bolívar. No sé por qué razón, en la
zona de desembarque, olvidé por un instante lo del “cargamento”.
Una vez fuera
de la aeronave, en la sala de recibimiento de pasajeros de la terminal, percibo
a todos los viajeros aglomerados en busca de sus maletas ¡¿y yo?!, ya me tragué
las mías. Distingo hacia lo más alto del techo, en una pantalla electrónica
escrita la data del día: 9 de febrero... me percato que es viernes, hoy en
Vargas, Venezuela, estoy cumpliendo años. Experimento una extraña sensación muy
cerca de la playa, y elaboro una torta tropical de arena, sal y mar.
Ya estoy cerca
de la puerta de salida de la terminal, dispuesto a expulsar el deficiente aire
de los pulmones y celebrar, a lo grande, mi cumpleaños y mi ansiado retiro,
todo junto… ¡Oh, oh!... cuando siento una enorme mano sobre el hombro y volteo
muy calmoso. Es el robusto personal de seguridad, junto con dos policías que
son casi arrastrados por un par de perros. Los canes me olfatean tal si les
fuese familiar; los caballeros se identifican como Comisión Antidrogas,
C.I.C.P.C. (Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas);
de manera educada, me piden seguirlos a sus oficinas y, de ese trayecto, sólo
recuerdo el piso del aeropuerto moviéndose a cada paso que daba convirtiéndose
en una paleta bañada de múltiples colores a la medida de un genio…
supongo.
He sido
arrestado, he sido fichado. Sentado en una silla poco cómoda, me interrogan en
un salón pintado de rojo. Me pronuncian cosas inescrutables, pero sé que no son
buenas igual que mi español. Uno de ellos articula que no son tontos, siempre
alguien suelta la lengua y se convierte en un perico, se pasa la mano sobre la
barriga y continúa diciendo que un detalle es la diferencia entre ser capturado
y escapar, y si escapa un día es capturado.
Me pregunto:
¿cómo lo sabían?, ¿cómo lo supieron? ¿Quién me entregó? No tengo miedo y
siempre especulé: el día que fuese arrestado, cada centímetro de mí temblaría
de terror. Prosigue el interrogatorio con sus momentos de espera, mientras voy
al sanitario. Prolongan las preguntas; no quiero regresar al sanitario pero me
obligan. Hago todo lo posible para expulsar los dediles, pero esos rebeldes no
salen cuando quiero.
En mi pequeño
mundo del idioma español, continúan escribiendo cosas feas, trato de no
escucharlos pero es imposible, están sobre mi oreja, caracol, pabellón,
zumbando alrededor como moscas. Lamento entender en tan alto grado el
castellano que emplea la ley y el orden, pues es el mismo lenguaje utilizado en
los bajos fondos. Sigo yendo al cuarto de baño y algunos frijoles se resisten a
salir. Sentado en ese trono de excrementos me siento un poco mal, el tiempo se
extravió, registro un poco de mareo, pero el inquisidor ordena: “¡No seas
llorón!, si fuiste arrecho para tragarte esa droga, ¡entonces, aguántate ese
culo!”.
Interrogatorio
intenso, tiempo pasando, evacuatorio sustancia, interrogatorio, tiempo,
evacuatorio, interrogatorio, tiempo…vuelvo al retrete y sigo la cuenta, me
salen dos más pero ya no aguanto, me siento débil, ido, fatigado. Han estado
comentando que me moverán a otro lugar; esperan los medios; llamada desde
Caracas... el jefe superior…, vaya alguien a saber. Salgo del cuarto de baño, y
el guardián llama a sus compañeros y uno de ellos, apresurado, expresa que irá
por un médico, salen todos de la habitación. Al quedar solo, me lanzo sobre la
camita que hay entre esas cuatro paredes para continuar combatiendo la agudeza
de este insoportable dolor.
Siento el
transcurrir de las horas y al fin entra alguien: es una enfermera que me pone
un paño caliente en la frente como si esta hiperpigmentación no conociera el
calor. Le solicito, por favor, que consiga lápiz y papel para escribirle una
carta a mi madre. Advierto a uno de los policías asomarse por el cristal de la
ventanilla que está sobre la puerta de la salita. Le pido ayuda a la
funcionaria de salud para ir al reservado. Me siento en la taza y no ocurre
nada, uno que otro manchón de sangre evacuo. Me toco el mentón y percato el
raspar de una lija sobre la palma de la mano, no me alcanzó el tiempo para
rasurarme pues todo sucedió muy rápido. Tomo una página del periódico típico de
estos cuartos, leo la noticia de ayer: “Grupos armados asesinan campesinos”.
“Venezuela y Colombia forcejean en la cuerda floja”. “Guardia Nacional rescató
velero valorado en 90 millones”. Volteo la hoja y a la vez descanso
sentado, la enfermera toca la puerta y le grito que ya voy.
“El narco
escapa...”, es el titular; Slerk Hendrikus, el cura holandés que fue capturado
con cuatro kilos de cocaína en el aeropuerto, aparentemente era un sacerdote
con mala conducta y estaba fugado desde hace cuatro años; cuando lo arrestaron,
poseía una falsa licencia de médico...; la funcionaria vuelve a llamar, y le
ruego que entre y me ayude. Al rato de estar reposando sobre la cama, entra y
me entrega un bloc y un lápiz, me incorporo con su
colaboración, tomé los útiles y comencé a escribir de atrás hacia adelante sin
darme cuenta, tal vez era el deseo involuntario de recoger el tiempo...
Madre,
querida madre, ten fuerzas, me he suicidado lentamente por el dinero de la
gente de Caracas. Yo soy de Namibia, soy de Nigeria, del sur de África. Madre,
ten cuidado, del cuerpo, de las manos del blanco. Llegaba desde Perú a un país
llamado Venezuela cuando fui arrestado por la policía, transportando droga
dentro de mi cuerpo; no quiero que lleven mi cuerpo a Namibia, a Nigeria, a
África, déjenme aquí en el sur de América porque me estoy matando yo mismo por
el dinero. Te estoy garabateando esta carta con la cocaína corriendo por todas
las autopistas de mi cuerpo. Diles a mi hijo Víctor y a mi esposa que sean
fuertes, creo que mi escritura no es la mejor, pero entenderás por qué.
Despídeme de cada uno de la familia, tomen fuerzas porque me estoy muriendo.
Algo está viniendo hacia mí, atrapa mis manos, madre… adiós. Protege a Víctor,
tal vez Dios se apiade de mi alma y ésta descanse en paz. La incoherencia me
acompaña para llevarme al final del túnel. Estas son mis últimas letras para el
sur de África, no quiero tener ayuda para matarme yo mismo. Mi mano se desplaza
al compás del tóxico en mi torrente; es un baile entre la vida y la muerte,
entre la lluvia y la sequía, entre la luna y el sol. Te doy el número
962.43.03, que es el número de Enekas, adiós. Tú eres testigo, América, de la
manera como rasgueé esta carta.
Han entrado dos
hombres que me transportarán a una ambulancia y luego al hospital. Sabía que el
doctor no vendría, como ellos dijeron. Me han permitido continuar escribiendo
esta carta, a modo de la última bendición del reo. No vino nadie a conocerme, o
fue todo tan lento o fue todo tan rápido. Cuando la droga fue hallada en mi
cuerpo, ellos fueron por un doctor pero no se presentó ninguno. La enfermera
aún se apiada de mí con su compañía, me explica que vamos al hospital de
Pariata…
Te enviarán
la verdad en una esquela, madre, y mi alma comprimida en ella. El africano
Moses Embashu Fanuel; provocó en su cuerpo una sobredosis letal, murió con un
dedil de cocaína reventado en su intestino, o a consecuencia de un infarto o
una hemorragia pulmonar, sólo le faltaba expulsar cuatro envoltorios. ¡Qué mala
suerte, mamá!, ¡qué mala suerte!, sólo me faltaban cuatro frijoles o ¿es que
éste era el juego del destino? Lo cierto es que la agonía se me ha plantado
semejante a una nube. Yo no amo el dinero; estoy muriendo en Venezuela, tienes
que tener valor, no regresaré al desierto jamás, mi condena está escrita. Voy
para el lugar de mi hermano en Madisson sala 809. Cuida de mis propiedades,
deja que entre él a la casa con mi llave y recorra los jardines donde el olor
profundo de los azahares son reyes. Dales todo mi amor, a mi alejada esposa y a
mi pequeño hijo...
Es un placer saber que ahora todos podran disfrutar de tus maravillosos escritos. Anángela
ResponderEliminarFelicitaciones por tan bien diseñado blog. Como siempre, cuenta con mi apoyo y mi colaboración. Rayza González
ResponderEliminarMi último viaje, uno de los cuentos más significativos y de gran contenido socio-económico. Lo recomiendo ampliamente. Rayza González
ResponderEliminarExcelente relato, de una calidad humana extraordinaria. Es un cuento magnífico. Me ha gustado mucho y he de decir que es muy original, y de gran riqueza literaria.
ResponderEliminarMaite Gras.
la_bio