Se ampara en el
camuflaje que presta una noche de luna nueva, sigiloso…, envanecido a pulmón
lleno, entra a la granja pasando obstáculos con añadida destreza. Consigue,
entre el fosco ramaje, llegar cerca del granero y husmea lo que puede. Untado
en la confianza del descuido, prueba el tóxico alimento que el granjero había
regado temprano en el lugar y, al rebasar el tejadillo, involuntariamente
comienza a restregarse violentamente contra el verde césped y en esa oscuridad
detrás de la verja del granero; cuatro ojos impacientes prestan atención a esas
convulsiones; ¡cómo se revuelca ese cuerpo sobre el suelo!… su alma mansamente
pierde el vuelo para perecer en la tierra. Los dos especímenes escondidos
saborean lo que podría ser un banquete de varios días y el compinche de
tonalidades llamativas observa aquel felpudo rabo puntiagudo ya inmóvil y, con
su garra, le requiere al otro: “Anda tú y chequea que ya esté frío”. El minino
de color negro, disiente asustado con la cabeza “que el no irá”. Entonces, el de
las coquetas coberteras se aproxima en un revoloteo y aterriza sobre el inerte
moteado de dos metros de longitud, y emprende a picotear esa tibia y lustrosa
masa manchada de rosetas. Con su inocente canto nocturno, llama a su compañero
al festín: “¡Acércate a la cena…, gato cobarde!”.
Gracias a "La Voz Silenciosa" y a "La insoportable brevedad del ser"
por leer este escrito en sus programas de radio.
por leer este escrito en sus programas de radio.