Echo un vistazo al inmenso reloj que
tengo detrás y el cuello me suena ¡crack!;
me atraganto con la punta de las agujas, pues ellas, de pausa en pausa, se
acercan a las ocho de la noche y apuro el último bocado porque en la cena mi
padre capitanea sus críticas contra mí. En ocasiones tiene razón: ¡Que si los
coloridos cintillos que uso en la cabeza!, ¡que si uso los pantalones muy
ajustados!, ¡la franela muy corta!, ¡los tacones muy altos!, ¡que deje de
comerme las uñas! Y por último en su cierre magistral: ¡qué es una verdadera
grosería mi maquillaje de hoy!
Al fin termino la comida y me limpio la boca con la servilleta, como lo
manda el protocolo, pido permiso para retirarme y lo hago despacio para no
exhibir la ansiedad, pero al salir del comedor pego una veloz carrera hasta el
ventanal de la sala. Abro las verdes y carcomidas ventanas de madera y me asomo
al hueco de luz, para sentarme, muy coqueta en la cornisa frente a la calle.
Intento obviar todas esas censuras e
incomprensión de mi viejo y permito que entre el fresco viento por las ranuras
de mi escote. En la angustia, comienzo a mordisquearme las uñas y súbitamente
retumba el sonido mágico de mis días: ¡Tin-tin-tin-tin-tin-tin-tin-tin!, y
aparece Andrés doblando por la esquina acompañado de las farolas; con pasos
firmes se aproxima para pasar delante de mi fachada y cuando me dispongo a
hablarle… se me traba la lengua y enmudezco, entonces el guapo de Andrés, sigue
de largo sin advertir siquiera mi presencia.
Suspiro y al menos me alegra el alma
el haberlo visto como todos los días…; seguramente mañana sí tendré el valor de
conversarle y sin anunciar su presencia mi comprensivo padre aparece para
llamarme: «¡Anda a dormir, Javier!, que
mañana hay que madrugar».