Entre una fiebre y una tos que desgarra mi garganta, paso las horas. En pantalones cortos, medias y cholas me encontraba sentado en el suelo, pues sillas vacías ya no quedaban en el exterior de este lugar donde, no obstante mi pesadumbre, los árboles eran más verdes y los pájaros trinaban con más fuerza que nunca.
A través de
un megáfono nos informan que allá adentro ya está copado y no sale ni entra
nadie de aquel recinto…; lo que hago es darle vueltas a la cabeza y preguntarme
cómo nos pasó esto, en qué momento llegué yo hasta aquí si hace un mes vivía
feliz con mi madre, soñaba con una novia, tenía buenos vecinos y la universidad
comenzaba a brillar para el futuro.
Respiro
cortico…; tengo un llorar acumulado como si la lotería de la sequedad me la
hubiera ganado yo y es que este dolor de cabeza no se me quita desde hace días…
Recuerdo a mi mamá cuando me hizo el último desayuno y yo le bromeaba al
acercarme a la mesa y le decía que era la anfitriona más hermosa que había
conocido, y ella me amenazaba con que si me ponía groserito ya no me
consentiría más.
Yo seguía
con mi vida normal por las calles, en cambio mi madre redobló previsiones y ya
tenía más que una cuarentena resguardada. Yo no había tomado las precauciones
del caso; mi juventud no admitía películas reales en mi vida.
Veo a mi
mamá que entra toda angustiada al apartamento y comienza a quitarse su
exagerado equipo de guerra. Entra en crisis, pues había ido a casa del vecino a
dejarle en la puerta algo de comer porque tristemente había perdido a su esposa
e hija hace unos días, y ahora él no se sentía muy bien de salud. Llegué a
pensar como algo normal que tal vez ese viejito se moriría de desconsuelo.
Abracé a mi mamá y ella se puso a llorar en mi hombro y, gimoteando, me dijo
que el señor Eleazar le entregó sus sueños a Dios: había muerto esta mañana y
se lo llevaron en un solo secreto. Intenté consolarla, pero fue inútil y corrió
a desahogarse a su cuarto.
Inhalo
fuerte para llenar los pulmones de aire como si alguien me tapara la nariz con
una tela adhesiva… De pronto, me desperté y estaba sentado, solo, en una silla
de ruedas y con una manta encima, y no tengo la menor idea de cómo llegué allí,
pues hace unas horas estaba sentado en el suelo; debe ser que me desmayé y me
ubicaron en el fondo del patio del hospital.
Mi tos se
apresura a salir de mi boca y mis estrujados pulmones piden oxígeno a la vida.
No sé qué hacer en este padecimiento pues, a pesar de ver mucha gente, todos
mantenemos la inmensa distancia, ya no existen los abrazos y los besos
acalorados de mi gente.
Esa tos seca
no se me va y cada vez respiro más rápido. Espero por una cama o algo de
oxígeno pero, como yo, hay miles en la misma situación… Ya no hay manos aunque
quieran, ya no hay tiempo para llorar, pues la tos y la falta de oxígeno les
ganan la carrera a las lágrimas. Para los positivos del virus solo existe la
suerte de morir. El fatalismo llegó para todos.
Mi madre fue
la que me trajo hace unos días al hospital y no quiso abandonarme a mi suerte;
de una manera vertiginosa, enfermó y tuvieron que llevársela. En ese momento
sentí un terror espantoso de perderla y, como un niño, me amarré a su cintura.
Antes de irse me miró con todo su amor y, en un abrazo sin fuerzas, me dijo que
le entregara mi angustia y mis miedos a Dios, y que ella rezaría por mí… Entre
lágrimas, me echó la bendición y la vi alejarse. Ayer en la noche un doctor me
informó que murió, y me apenó mucho saber que sus últimos minutos fueron de
dolor y soledad…
Al igual que
yo, me he quedado solo…; estoy asustado…, cada vez que toso me duelen
insoportablemente el pecho, los ojos, los brazos, los pies, los dedos de las
manos, y siento tanto miedo de morir solo…, pero nadie se me acerca porque soy
un virus viviente.
Gracias por permitirme estar entre sus páginas.
Las imágenes usadas en esta entrada fueron tomadas de El Diario El Nacional