Las
gotas de sudor ya recorrían plenamente mi exigido cuerpo, pues los cinco kilómetros
de trote que hoy me estaba lanzando estaban casi por terminar, a pesar de los
obstáculos que conseguía en cada zancada. Pero, ¿cómo molestarme si ellos
tienen los mismos derechos?, es la calle tanto de esos humanos como mía.
Un
panorama pintoresco se reconocía, como ya era costumbre, por las avenidas y
calles de Caracas; todo se encontraba congestionado, autos por doquier y gente
vociferando cualquier cosa a los cuatro vientos. Aún en mi momento de bloqueo
las comprendía, intentaban hacer el ejercicio para liberar su mente, eso
suponía, como yo con el trote.
Eran
mis cinco kilómetros de libertad plena, era el momento para mí, era el aire que
me pertenecía y podía respirar con anhelos, no obstante, lo compartiese en el
asfalto con cientos de miles de extraños. Algunos en la masa de gente me
observan y me dan por aludido. Un joven como yo se me acerca en persecución y
hostigamiento, se me arrima y me estudia como un bicho raro, y su boca despacha
palabras coherentes para los que caminan: «Este, ¿haciendo deporte? ¿Qué tal?,
en vez de ponerse a trabajar, que es lo que realmente necesita el país».
Luego
de culminar mi meta de los cinco kilómetros, llegué doblado, con las manos
puestas en las rodillas, a la planta baja del edificio donde vivo y comprendí
que efectivamente estaba agotado…, el corazón se me iba a salir disparado por
la boca, me asusté un poco porque soy muy joven, pero el cansancio aún no
derrota al estrés el cual no me pertenece y no soy su único dueño. Respirando
profundo e intentando secarme el sudor de la cara, me asomé a través de los
barrotes de la residencia, y miles de zapatos y cientos de voces alegraban mi
vida como pájaros cantores.
Ya un
poco con el corazón desacelerado veía más consciente hacia la calle y
comprendía por qué todos los días soñaba con mis cinco kilómetros de trote, lo
cual es lo único que me mantiene con los pies en la tierra; es lo único, allá
afuera, que me grita que mi mente no está en la desolación, que nunca jamás, por
más que otros se empecinen en aislarme o no comprendan el ejercicio de lo que
hago, jamás estaré solo en esta lucha que es menester de todos los días.
Decidí
no tomar el ascensor para seguir en el escape del deporte agotador. Subía las
escaleras lentamente y el ruido de las calles de Bello Monte tal vez me causó
que el cielo se quedará por un rato sin guacamayas ni loros, pero la agitación
en la calles eran canciones que me motivaban a trabajar arduo, sin parar, y si
era necesario, sin comer, sin dormir…, porque ahora mismo soy un afortunado en
este des-reino. Yo amo lo que hago, aunque a menudo me miren a los ojos como
forastero de causas ajenas a mí…
… En cualquier lugar,
porque todos los lugares ya son iguales…; allí, en ese espacio en que te
encuentras desvalido, te apuntan con un arma e intentas con horror esquivarla y
sudando, asustado como un niño, te despiertas acelerado y chocas con una pared
roja que es tu realidad… El estruendoso ruido me ha sacudido y me he
sobresaltado de la mesa con un terror de media noche. Han salido volando
carpetas y papeles por doquier…; es la puerta de la sala y mi alma vuelve a su
sitio cuando veo frente a mí a mis dos hermosos hijos que me emboban, y a mí
adorada esposa que me aplaca. Los pequeños se me abalanzan y hacen que la vida
valga la pena, y sus carantoñas le proveen valor a la lucha para que en ningún
tiempo quede el vaso de la justicia totalmente vacío.
Mis
niños me ayudan a recoger los papeles del suelo; arrodillado, como implorando a
Dios, me encuentro con los cruentos recuerdos…, mis dedos sudan llanto al
percatarme de que tengo en la mano el viejo expediente de Jesús Mohamed Espinoza Capote, de 18 años...
Ya me
he duchado y mis niños disfrutan de la siesta; me encuentro de pie frente a la
ventana de mi apartamento y manoseo el expediente de Marcelo Crovato «Yare III»
y saltan los míseros dolores, pero me repongo al saber que él es esa fuerza del
mensaje que yo llevo dentro. Desde lo alto miro la calle iluminada por el sol y
puedo notar que ese exterior ya solo lo acompaña el viento que arrastra algunos
panfletos que reverberan colecciones de voces y más allá se nota al solitario
indigente que busca cómo resolver el día. Dentro de poco las calles quedarán
totalmente vacías, el caos por hoy se marchó; ahora, con firmeza positiva, comenzará
mi trabajo junto a un valiente grupo de activistas y voluntarios que VIVEN solamente
para conocer la paz.
Y yo, que soñaba con ser músico, compositor, escritor, corredor de maratones..., esa sería mi responsabilidad ciudadana, y veme aquí, sentado a la mesa a mis 49 años, aquí comenzó mi mundo de lucha por familias cuyos seres amados en la cárcel han desaparecido. Manifestantes que regresan de una noche en la prisión con algún hueso roto. Políticos de la oposición detenidos bajo cargos artificiosos, ahora me preparo para enfrentar el mazo de los que creen ser dioses de la justicia, pero la voz de la verdad no la podrán acallar, la fidelidad a una idea siempre prevalecerá...
Son casi
dos décadas de trabajo sin parar y lo innegable es que me siento un hombre dichoso
y le doy mil gracias al destino de haberme colocado en este sitial de amor, que
un giro del destino sin remordimiento me obsequió.
Alfredo Romero Mendoza es un abogado
venezolano, activista de derechos humanos y director ejecutivo de la ONG Foro Penal.
Distinción Premio Robert F. Kennedy Human Rights (2017).
Entre 2001 y 2002 fue relator de la Sala
Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia y en 2002 fundó la Asociación
Civil Vive (Víctimas Venezolanas de Violaciones a los Derechos Humanos) la cual
posteriormente se fusionó con el Foro Penal Venezolano. Ha representado a
miles de víctimas de violación de Derechos Humanos por parte del Gobierno
Bolivariano de Hugo Chávez y Nicolás Maduro desde el 11 de abril de 2002.
Ficción Histórica
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